El Silencio de Weimar: La Ley del Audiovisual y los Tribunales Administrativos de la Verdad.

Desde el año 2000 nuestros permisivos sistemas sociales han visto la instalación de unos nuevos organismos administrativos que ejercen las funciones de verificación de la verdad en los contenidos emitidos por los medios “calientes” televisión y radio. El primero y más polémico es el Consejo del Audiovisual de Cataluña, pero existen en otras Comunidades Autónomas gobernadas por partidos de distinto color político: Andalucía, hasta hace poco Madrid, Navarra… esta última con el fin, necesariamente, añadido de velar por la identidad, instituciones y símbolos de la Comunidad Foral.

La recientísima Ley 22/2005 del Audiovisual de Cataluña ha convertido al Consejo del Audiovisual de Cataluña en una jurisdicción especial y ha reformado, de forma radical, el tratamiento jurisdiccional de la libertad de expresión en esa Comunidad Autónoma. Este organismo con poderes tan excepcionales que podría acordar la suspensión del servicio televisivo y radiofónico en toda Cataluña durante meses (la Ley matiza, no obstante, que no se trata de suspensión del servicio sino de la emisión de una banda negra que ocupe el 100% de la pantalla), y de forma cautelar (¡), es único en toda la Europa democrática. Hemos podido ver, para su justificación, que se ha hecho una auténtica arqueología de la insignificancia por parte de los partidos implicados buscando frustradamente instituciones similares en otros países e intentando persuadir nuestras imaginaciones con coincidencias sombrías de las que pretende extraer su legitimación en este paso hacia el control político. No obstante la sumisión del ámbito audiovisual a la acción política queda expresa y legalmente fijada en el artículo 111 de la Ley.

El Consejo del Audiovisual de Cataluña es de forma incuestionable una verdadera dependencia política pues la inspección de su cometido la efectúa conjuntamente con la administración de la Generalitat (en el proyecto era exclusivamente potestad de la Generalitat art. 123 del proyecto, art. 127 de la Ley aprobada), la potestad sancionadora corresponde al Consejo y al Gobierno de la Generalitat (art. 129 y ss.) y todos ellos gozan de presunción de veracidad (139 de la Ley) frente a la necesaria sumariedad de un derecho fundamental y complejo como es el de la libertad de expresión según lo entiende nuestra Constitución, el Tribunal Supremo y las Convenciones Internacionales de las que es parte España y que son asimismo derecho interno.

Asimismo las medidas cautelares previstas por la Ley suponen un Estado de excepción y pueden ser adoptadas por el Consejo del Audiovisual o por el Gobierno de la Generalitat según sus competencias. Por otro lado la composición del Consejo es derivativa de la del Gobierno catalán. La labor encomendada al Consejo es la de control político del Audiovisual por medio de la creación de un pseudoproceso con las mínimas garantías de audiencia, contradicción y presunción de inocencia. Resulta evidente que se trata de formar desde la conveniencia del propio poder político la voluntad del pueblo de la que ha de surgir.

Resulta definitivo que hechos sin suficiente relevancia como para merecer una sanción penal servirían con esta legislación para cerrar un medio televisivo o radiofónico.

La reflexión jurídica no puede quedarse en la denuncia de transformación del sistema de tutela jurisdiccional de la libertad de expresión, cuando uno percibe la sorprendente y extrema mesura de los medios televisivos y radios que van a ser objeto de censura respecto de criticar esas medidas, no puede dejar de constatar que aquí se ha producido un consentimiento y acallamiento tácito a lo que, objetivamente, es una clara usurpación por el estamento político de las bases libres del debate en una sociedad abierta. El silencio de Weimar.

Quizá es un coste inherente y formal a cualquier sistema democrático la premisa que duda de que algún concepto de verdad política pueda lícitamente reivindicar una validez universal. No existe monopolio de la verdad. Esta súbita revitalización del concepto de  verdad en Cataluña, y la reducción de las diferencias entre política y verdad subordinando esta última a la política, desde nuestra experiencia histórica y cultural nos resultan desgraciadamente conocidas. El preámbulo de la Ley 2/2000 de Cataluña por la que se crea el Consejo del Audiovisual recuerda las manifestaciones oportunistas del quizá primer teórico europeo de la censura, el obispo Bertold de Maguncia, que en 1486 justificaba la necesaria autorización por parte de la Universidad de los escritos de imprenta: “para protegerla de sus propios abusos”. El preámbulo actualiza el mismo discurso: “es necesaria una regulación sensata en el sector para asegurar su libertad”. Sensatez y verdad.  

No faltan en el texto de la Ley del Audiovisual referencias a la libertad de expresión, en una forma que no es más que un discurso parasitario que se alimenta de aquellos principios que extingue. Hay que olvidar muy lejos para no sorprenderse con las  similitudes de esta legislación con la de 1937 franquista y la prerrogativa del Estado para designar director o propietario de los medios más importantes.

Si la libertad de expresión es un derecho fundamental el abuso de su ejercicio sólo puede ser cuestionado por un Tribunal en el sentido del Estado de derecho. En nuestro ordenamiento vigente existen vías jurisdiccionales para limitar y castigar el abuso y el uso impropio de la libertad de expresión. La ineficacia de estas vías no ha sido reprochada por ningún parlamento democrático en Europa y la originalidad de la institución catalana radica en su carente capacidad representativa y sí sustitutoria del pueblo soberano.

La historia de lo escrito ha sido la historia de su represión porque la letra escrita ha recordado a los fuertes los pactos, especialmente a la hora de expresar, fijándolos, los principios con que las mayorías reformistas han coexistido con los poderosos. Nada ha derrocado tantos tiranos, con tanta eficacia, como la palabra escrita. Quizá por ese prestigio, por esa tradición las nuevas tentaciones de censura la han evitado de momento.

La gran perjudicada es como siempre la posibilidad de autodeterminación personal. Cualquier reflexión autónoma necesita del acceso libre y crítico a las fuentes de información y de posibilidad continua de consecuencia comunicativa. Ahora, la libertad individual ya no se constriñe a los límites de la razón sino a las emociones colectivas controladas por la fuerza vital del mito nacional y su “intuición directa” que realiza el único intérprete válido que es, por supuesto, el Gobierno de la Generalitat sin el incordio de los medios de comunicación de masas: toda una vuelta a George Sorel y Carl Schmitt. Pronto le llegará el turno a los medios como internet cuya dimensión adicional de conexión e instantaneidad refuta cualquier base efectiva de despotismo.

Si una democracia parlamentaria tiene relevancia es en su misión del tratamiento público de argumentos, el debate y la discusión pública.  Es inaceptable jurídicamente que se cree una pseudojurisdicción especial, aunque no se denomine así, desde la base de poseer un método general de interpretación que pueda garantizar la exactitud y univocidad de los resultados en el predicado de verdad.

Se suscita la duda necesaria: ¿si el medio de comunicación se hace eco de lo manifestado por un político, puede esta institución sancionar o cerrar el medio? ¿o bien el discurso político habitual queda ya configurado como criterio de verdad en una sociedad todavía abierta? 

Lo que enjuicia toda censura son distintas formas de lo que se ha denominado la colaboración con el enemigo y el derrotismo. La única verdad es la que implica su polémica y no hay verdad fuera de la libertad de pensamiento, de discusión, de opinión; son presupuestos irrenunciables de toda participación democrática que merezca ese nombre. In dubio pro libertate.

José María Lancho Rodríguez, Abogado


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