El Picoleto. Por Arturo Pérez Reverte
Y MARTÍNEZ NO SE MUEVE DE AHÍ AUNQUE SE HUNDA EL MUNDO O LO MATEN.
En la sierra de Madrid anochece gris, brumoso y sucio. Llevo todo el día dándole a la tecla y me apetece estirar la piernas, así que me enfundo la cazadora de piloto del Güero Dávila y sakgi a dar un paseo. Cae una llovizna fría, y el agua en la cara me espavila un poco cuando bajo hasta el bar de saturnino, que está junto a la carretera, en busca de un café.
El camino pasa por la iglesia, en cuyo porche me entretengo un rato cun do José, el párroco, que está allí con su eterna boina, como un centinela en su garita. Qué te parece lo de ese pobre chico, dice. Y me cuenta. Hace só?op una horas, muy cerca de aquí, dos heróicos gudaris han asesinado a un jóven guardia civil cuando éste se llevaba la mano a la visera de la teresiana para decir buenas tardes. hablamos un rato del asunto, el páter me cuenta los detalles que ha oído en la radio, y luego me despido y sigo micamino bajo la lluvia.
Cuando llego al bar, llueve a cántaros. Digo buenas tardes, me apoyo en la barra sacudiéndome como un perro mojado, y pido un cortado con lecha fría. Saturnino, que es grande y tripón, deja la partida de mus y pasa al otro lado del mostrador mientra sus contertulios aguardan, pacientes. en la tele, sin sonido, hay un concurso idiota; y en la radio Rocío Jurado canta como una ola, tu amor llegó a mi vida, como una ola. Enciendo un cigarrillo.Junto a mí, en la barra, están cinco alba?iles de las obras cercanas; son tipos duros, de manos rudas, manchados de cemento y yeso. Fuman y beben cubatas y carajillos de Magno mientras comentan lo del picoleto muerto, a su etilo: nada que ver con las tertulias políticamente correctas que uno escucha en el arradio ni con los circunloquios del Pepé y el Psoe. Por lo menos, comenta uno de ellos, un etarra se llevó lo suyo. Y lástima, a?ade el otro,que no le dieran un palmo más arriba, al hijoputa. En los sesos. Ése es el tono de la charla, así que tiendo la oreja. Otro cuenta como el segundo guardi, herido en el brazo derecho, aún tuvo el cuajo de seguir disparando con la izquierda. Y el del paraguas, a?ade otro. Ése que pasaba de paisano y corrió a ayudarlos con el paraguas de su mujer como arma. Compa?erismo, opina un tercero. y huevos apunta otro. Sabe Dios cuántos guardas civiles han muerto ya con esto de ETA. dice alguien. La tira, confirman. Ha muerto la tira. Y ahí siguen, los tíos. Aguantando mecha sin decir esta boca es mía. ?Os acordáis de sus hijos muertos en las casa cuartel?
Me quedo oyéndolos un rato mientras doy unos tientos al café infame de Saturnino. A veces son como son, comenta un alba?il. Tarugos de pu?o fijo. Pero hay que reconocer que siempre están donde tienen que estar. ?No? Martínez, les dicen, ponte ahí hasta que te releven. Y Martínez no se mueve de ahí aunque se hunda el mundo o lo maten. Por cierto ochenta mil pelas al mes que cobran. Y sin sindicatos, que tiene guasa la cosa. Eso vale algo, dice otro. O mucho. La prueba es que la gente dice que tal y cual; ero cunao tienes un problema, ni gobierno, ni rey, ni leches. De los únicos que deverdad te fías es de la Guardia Civil. Los cinco siguen un rato comentando el asunto. Y en ésas, como si estuviera preparado, se para fuera un coche verde y blanco con pirulos azules. Por la ventana veo cómo salen dos guardias; uno se queda junto al coche y el otro empuja la puerta y entra. es un guardia jóven y alto. Tal vez se parece al que acababan de matar. Hasta es posible que pertenezca al mismo puesto de Villalba, o al vecino de Galapagar. El Guardia dice buenas tardes, se quita la teresiana y viene hasta la barra. Un café, por favor, le pide a saturnino. solo, al entrar se ha hecho un silencio. Los alba?iles lo miran y hasta los del mus se olvidan de los duples y del órdago. Cuando tiene delante el café, el picoleto saca del bolsillo dos aspirinas, y se las traga con unos sorbos. qué le debo, preguna, echánose la nano albolsillo. Saturnino va a abrir la boca, cuando en el grupo de los alba?iles le hacen un gesto negativo. está invitado restifica Saturnino. Por los caballeros.
El guardia se vuelve hacia el grupo y mira un instante sus monos y manos manchadas. Sus caretos masculinos y honrados, solemnes, sin afeitar, fatigados de todo el día en el tajo. Los cinco lo observan muy serios. Gracias, dice. Algún aalba?il inclina un poco la cabeza. Nadie sonríe ni dice una palabra. El picoleto se pone la teresiana y se va. Y yo me digo: me ha ganado por la mano estos cabrones. tenía que habérseme ocurrido, ese café habría debido pagarlo yo.
Publicado en el Suplemento del Diario Sur el Sábado 11/01/03. Autor D. Arturo Pérez Reverte.
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Publicado en: 2003-01-17 (5296 Lecturas)
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