Viernes, 14 de Febrero de 2014
Comisarías, la primera línea de la policía
En la era pre-Twitter y pre-Google, las comisarías eran un caladero de información al que íbamos a pescar los suceseros. Algunas, como la de Centro, contribuyeron a finales de los ochenta a regenerar barrios en la nuez de la capital.
Años atrás, en la era pre-Twitter, pre-Google y hasta pre-teléfonos móviles, los suceseros pisábamos con cierta frecuencia las comisarías de distrito y las locales. No solo las brigadas eran caladeros de información; en aquellos tiempos en las comisarías se hacían servicios que aparecían con frecuencia en los periódicos. En los últimos años 80 y primeros 90 del siglo pasado, recorrí las comisarías de Ventas, San Blas, Carabanchel, Chamartín, Universidad, Entrevías...
En Chamartín, por ejemplo, fue donde se investigó el robo de El Dioni, aquel vigilante que decidió dejar de transportar millones para fugarse a Brasil y vivir una vida de samba y mulatas a todas horas antes de ser detenido, enviado a España, encarcelado y condenado. Los policías de San Blas resolvieron un buen número de crímenes en Los Focos y Los Módulos, los dos núcleos de infraviviendas que crecieron al calor del boom de la heroína. En aquellas comisarías había grupos de noche con confidentes en todos los garitos del barrio, caimanes de judicial que mordían a un carterista nada más verle subir al autobús y comisarios que se reunían con los suyos al acabar la jornada en particulares briefings que nunca se sabía cuándo ni cómo iban a terminar.
En aquellos tiempos en las comisarías se hacían servicios que aparecían con frecuencia en los periódicos
La comisaría del distrito Centro estaba en la calle de la Luna, muy cerca de San Bernardo. Fue la que más visité en aquellos años. Allí mandaba entonces el comisario Juan Luis Méndez, un policía de porte hollywoodiense: alto, fibroso, apuesto, con cuidado bigote y una voz profunda con un leve deje que delataba su origen extremeño. Hizo carrera en la lucha antiterrorista, en la político-social, persiguiendo a activistas de los Grapo y a ultraderechistas en los años de plomo de la Transición. Tras ascender a comisario, su segundo destino fue Centro, donde llegó en 1987, dispuesto a cambiar de cara un distrito que en ese momento estaba controlado por camellos, yonquis, sirleros, chulos y lumis... Rincones como Chueca o los aledaños de la parte alta de la Gran Vía –Valverde, Desengaño, Ballesta– eran zonas sin ley.
El comisario Méndez y los policías que formaban su guardia pretoriana en el distrito aún son recordados por las asociaciones de vecinos del barrio, por los comerciantes y por colectivos como el homosexual. Chueca se convirtió en una zona habitable gracias al empuje de ese colectivo y, sobre todo, después de la operación limpieza emprendida por Méndez, que tuvo su culminación en el asalto al edificio del número 7 de la calle Ballesta, un inmueble en el corazón de Madrid dedicado en exclusiva al tráfico y el consumo de drogas y a la prostitución. Aquella noche, varios reporteros entramos en Ballesta 7 detrás de los policías que derribaban las puertas blindadas del edificio y comprobamos el deterioro y la degradación que existían en el centro de la capital: lumis que hacían felaciones en las escaleras del edificio para pagar a su camello –que estaba detrás de una de las puertas del inmueble– una micra de jaco que se ponían allí mismo, mientras el siguiente cliente esperaba con la bragueta en tensión.
Juan Luis Méndez solo estuvo tres años en Centro, pero dejó una huella que aún permanece allí y se convirtió en un modelo de comisario de distrito
Juan Luis Méndez solo estuvo tres años en Centro, pero dejó una huella que aún permanece allí y se convirtió en un modelo de comisario de distrito. Supo ganarse a los vecinos y a los comerciantes, convencer a las prostitutas de que tenían sus derechos –incluso impulsó la primera asociación legal de este oficio que se fundó en España–, comprendió a los toxicómanos y mantuvo estrechas relaciones con los colectivos de tratamiento y rehabilitación de drogadictos. Tras su paso por Centro, tuvo una exitosa carrera en Chamartín y al frente de las comisarías generales de Seguridad Ciudadana y Policía Científica. En este último destino en 1998 le encontró una muerte prematura y llorada, sobre todo, en Centro, el que seguía siendo su distrito.
En los últimos tiempos he visitado poco las comisarías. Solo lo he hecho para ver a algún viejo amigo, al que el destino y la División de Personal hubiesen destinado allí. Uno de los mejores investigadores de homicidios que he conocido nunca acabó sus días de policía como responsable de un populoso distrito del sur de Madrid. Le fui a ver varias veces y siempre le encontré feliz. La última me enseñó orgulloso el nuevo edificio de su comisaría: "La hemos diseñado nosotros, a la medida de nuestras necesidades y de las de los vecinos". El veterano investigador se paseaba por los lineales en los que se hacían los DNI y conversaba con su clientela: "¿Le falta algún papel, señora? No se preocupe. Venga mañana y no tendrá que esperar", le decía el comisario a una anciana que había acudido a renovar su DNI con los documentos precisos en una pequeña y ajada carpeta de gomas.
En una de esas visitas, tomando un café, cuando le quedaba poco para jubilarse, me hizo una pequeña confesión: "Nunca pensé que iba a ser feliz aquí, pero me he dado cuenta de que somos la primera línea de la policía, la que ve el ciudadano que viene a poner una denuncia porque le han atracado, la mujer que viene porque le ha pegado su pareja, el tendero que está preocupado porque han robado en las tiendas de su calle... Aquí me he sentido más policía que en ningún otro lado". Y oyendo a mi viejo amigo, no pude evitar acordarme del comisario Méndez convenciendo a las prostitutas de que los suyos no iban a detenerlas y de que llevasen siempre preservativos para prevenir el sida, una epidemia que en aquellos años parecía imparable. Un tipo acostumbrado a enfrentarse a los más sanguinarios terroristas se sentía policía dando consejos a las lumis y otro que había detenido a algunos de los peores asesinos en serie de nuestra historia se sentía feliz entregado a sus vecinos. Eso debe significar ser policía.