El cónclave más impredecible en casi dos siglos
Nunca han favorecido a una persona concreta, pero sí han buscado que el siguiente pontífice continuase la obra de su antecesor
Vozpópuli
Luis Algorri
Publicado: 22/04/2025 ·04:45
Actualizado: 22/04/2025 · 07:53
Al menos desde la elección de León XIII (Gioacchino Pezzi), en febrero de 1878, todos los papas que han sido elegidos en el cónclave para dirigir la Iglesia católica han tenido una cosa en común: han intentado influir en la elección de su sucesor. Casi nunca han favorecido a una persona concreta, pero sí han buscado, en la medida de lo posible, que el siguiente pontífice continuase su obra, siguiese su línea, estuviese esencialmente de acuerdo con él.
Esto fue relativamente sencillo hasta Pío XII, fallecido en 1958, ahora veremos por qué. Pero el método más fácil, incluso el más lógico para influir en el siguiente cónclave, era nombrar un número suficiente de cardenales “partidarios” para inclinar la balanza en la que siempre, al menos desde 1958, hay dos platillos: el de los llamados conservadores y el de los llamados progresistas. Francisco no ha sido una excepción. En solo doce años de pontificado ha creado 164 cardenales (los últimos 21, el pasado 7 de diciembre), de los cuales 108 podrán votar en el próximo cónclave porque tienen menos de 80 años. Eso supera con mucho la mayoría de dos tercios que se necesita para una elección válida, ya que el total de cardenales que entrarán en la Capilla Sixtina es de 135… salvo enfermedades o fallecimientos de última hora, algo que ya ha ocurrido más veces. Dicho en dos palabras: si todos los cardenales nombrados por Francisco tuviesen las mismas ideas, y si todos votasen por el mismo candidato, la elección del sucesor del papa argentino no duraría ni 24 horas.
Pero hay un problema: que esto no ha funcionado así casi nunca. La diferencia entre “conservadores” y “progresistas” no está, en muchos casos, nada clara. Y ningún papa ha nombrado jamás tan solo a los que teóricamente podrían ser considerados “de los suyos”. Los criterios para decidir quién obtendrá la birreta roja, símbolo de todo cardenal, son mucho más complicados que la simple afinidad personal.
Conservadores y progresistas
Todo esto era mucho más sencillo, al menos en teoría, hasta 1958. La Iglesia de entonces era ante todo monolítica: una, santa, católica y apostólica. Y romana. Tradicionalista. Seguía las normas y sobre todo los usos del Concilio de Trento, cerrado en 1563; eso no se discutía. Pero a la muerte de Pío XII eran ya numerosos los católicos que deseaban cambios; el Vaticano parecía seguir anclado en el siglo XIX mientras que el mundo evolucionaba a una velocidad que entonces parecía de vértigo. Tras el fallecimiento del papa Pacelli, aristócrata y romano, había dos candidatos claros: el ultraconservador Giuseppe Siri, arzobispo de Génova, y el liberal Giacomo Lercaro, de Bolonia. Aunque en realidad, el “papable” más deseado por la cristiandad era el arzobispo de Milán, Gianbattista Montini; pero Pío XII, que le veía demasiado progresista (le llamaban “el obispo de los obreros”), se negó a hacerle cardenal, con lo cual, en la práctica quedaba fuera de la lista de candidatos verosímiles.
Siri era el favorito de los partidarios de que todo siguiese igual, pero había un problema: su edad. Tenía solo 52 años. Eso impidió su elección, pero los votantes de Lercaro eran numerosos y bloqueaban la consecución de la preceptiva mayoría de dos tercios. Ahí intervino el cardenal Alfredo Ottaviani, uno de los más conspicuos conservadores, quien “negoció” la elección de un tercer candidato; había de ser un hombre muy mayor, sin significación especial, sin carisma ni liderazgo, que viviese pocos años, crease unos cuantos cardenales, no cometiese locuras y dejase las cosas más o menos como estaban. Es decir, un papa “de transición” hasta que el cardenal Siri cumpliese unos pocos años más, porque por Roma circulaba la broma de que lo que la Iglesia necesitaba era un “santo padre, no un padre eterno”.
El elegido fue Angelo Roncalli, un anciano “campesino” bergamasco que solo parecía destacar por su sobrepeso y su buen humor. Nadie podía imaginar entonces que este Juan XXIII convocaría nada menos que un concilio ecuménico y lo pondría todo patas arriba. Lo primero que hizo el “papa bueno”, cuya popularidad y prestigio fueron pronto inmensos en todo el planeta, fue nombrar cardenal a Montini.
La diferencia entre “conservadores” y “progresistas” no está, en muchos casos, nada clara. Y ningún papa ha nombrado jamás tan solo a los que teóricamente podrían ser considerados “de los suyos”
Juan XXIII murió solo cinco años después, en junio de 1963, a mitad del concilio, y el siguiente cónclave fue muy fácil: las “quinielas” acertaron desde el principio, porque Montini fue elegido sin mayores contratiempos con el nombre de Pablo VI. Un papa que tenía rasgos progresistas (la mayoría) pero también conservadores. El retrógrado Siri apenas tuvo opciones. Fue candidato tres veces. Nunca fue elegido papa.
El pontificado de Pablo VI, muy duro y muy difícil, duró quince años. Nombró 143 cardenales y, esto sobre todo, “echó” del cónclave a los mayores de 80 años, en un intento bastante evidente de librarse de los más tradicionalistas. Hasta hoy mismo, un cardenal octogenario puede ser elegido, pero no puede votar. Uno de los cardenales nombrados por Pablo VI fue el patriarca de Venecia, Albino Luciani.
Un papa no italiano
Pero entonces se produjo otra catástrofe que lo cambió todo: Luciani, un claro progresista, murió a los 33 días de su elección. Los cardenales volvieron a reunirse, desconcertados, y tomaron la decisión de elegir a un papa no italiano (el primero desde el neerlandés Adriano VI, en el siglo XVI), venido de un país comunista y extraordinariamente joven: Karol Wojtyla tenía nada más que 58 años. Fue un giro inequívocamente conservador. Juan Pablo II creó 231 cardenales, récord absoluto en toda la historia de la Iglesia, pero en un pontificado que duró casi 27 años, el segundo más largo de todos. Inmensamente popular en todo el planeta, dejó el gobierno de la Iglesia en manos de la Curia romana y, muy especialmente, de su gran aliado: el alemán Joseph Ratzinger, también muy conservador después de unos primeros años bastante “liberales”. Por eso el cónclave de 2005 fue relativamente sencillo. Los progresistas, en clara minoría, apostaron por un jesuita (jamás había habido un papa jesuita) argentino, el cardenal Bergoglio. Pero este, aterrado, suplicó al resto de los purpurados que le dejasen en paz y que votasen por el alemán. Ratzinger fue elegido papa Benedicto XVI.
Juan Pablo II creó 231 cardenales, récord absoluto en toda la historia de la Iglesia, pero en un pontificado que duró casi 27 años, el segundo más largo de todos
La historia dio un nuevo golpe de timón. Ratzinger se dio cuenta de que apenas podía hacer nada, porque la Curia (unas 4.000 personas) había multiplicado su poder durante el pontificado de Juan Pablo II y el Santo Padre estaba virtualmente inutilizado por sus propios funcionarios. Se produjeron tremendos escándalos y Ratzinger decidió dar una tremenda sacudida a la estructura vaticana: tomó la inaudita decisión de dimitir, es decir abdicar, después de casi 8 años de reinado y tras crear 90 nuevos cardenales.
Seguramente el papa alemán tuvo intención de influir en su sucesión, como todos, pero si así fue, no le salió bien. En el cónclave de marzo de 2013, muchos cardenales estaban ya cansados del conservadurismo “televisivo” de las últimas décadas. El peso de purpurados como Cláudio Hummes (Brasil) o Jaime Ortega (Cuba) fue decisivo, y llegó la hora del argentino Jorge Mario Bergoglio. En contra de su voluntad, fue elegido papa con el nombre de Francisco. El primer papa americano, el primero jesuita.
Y ahora ¿qué pasará?
Desde Pío IX, que se empeñó en obligar a la Iglesia en aceptar el dogma de la infalibilidad pontificia, ningún papa había recibido tal tormenta de críticas internas como el papa Francisco. Su opción constante por los pobres y los excluidos, y su audacia en algunas cuestiones espinosas, le granjearon una inusitada cantidad de enemigos, que ya no adversarios, dentro de la propia Iglesia. Sus posiciones sobre el papel de la mujer, la comprensión hacia las personas homosexuales, la negativa a condenar a las personas divorciadas, su persecución de los clérigos pederastas y su voluntad de “meter en cintura” a los movimientos neoconservadores, que habían sido inmensamente favorecidos por Juan Pablo II (entre muchos ejemplos más), hicieron que muchos católicos radicales se pusiesen a rezar para que el Señor se llevase al papa argentino… cuanto antes. Ha habido países, como España, en los que la oposición conservadora al papa Bergoglio ha sido especialmente dura.
El hecho es que la división conservadores/progresistas se ha vuelto más agria que nunca en los últimos 70 años. Pero ha ocurrido algo también sorprendente: ninguna de las dos facciones tiene un líder claro. Hay varios candidatos posibles, tanto entre los liberales como entre los tradicionalistas. Nadie destaca demasiado en ninguno de los dos grupos. Así, este próximo cónclave será el más abierto y el más impredecible de todos, al menos, desde la accidentada y escandalosa elección de Giuseppe Sarto, proclamado papa Pío X en 1903.
Desde Pío IX, que se empeñó en obligar a la Iglesia en aceptar el dogma de la infalibilidad pontificia, ningún papa había recibido tal tormenta de críticas internas como el papa Francisco
Nunca antes los cardenales se habían conocido tan poco unos a otros. Francisco deja un colegio formado por cardenales de 94 países distintos. Muchos de ellos no se han visto jamás. Apenas saben quiénes son ni tienen referencias unos de otros. El cardenal de Tonga, Soane Mafi, no tiene por qué tener ni idea de lo que piensa o siente el cardenal Bychok, de Australia, que solo tiene 45 años, o el pakistaní Coutts, que cumplirá los 80 en julio de este año. ¿Cómo van a saber a quién votar?
Si Francisco de verdad quiso “promocionar” a su posible sucesor, ese nombre hay que buscarlo entre sus hombres de confianza: el Consejo de Cardenales creado por él al principio de su pontificado, en 2013. Ahí destaca ahora mismo un nombre entre todos: el del cardenal italiano Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano y seguramente el hombre de la máxima confianza de Francisco. Quizá sea él, un hombre respetado y prudente, quien se llevo los apoyos de los “francisquistas” del cónclave.
En el lado de los conservadores hay que buscar un perfil parecido. No cabe pensar en un hombre iracundo como el cardenal guineano Sarah, que ya tiene más de 80 años. El candidato más lógico (hasta donde puede intervenir la lógica en estas cosas) podría ser el húngaro Peter Erdö, de 72 años, que también cuenta con el respeto y el aprecio de muchos de los 135 que habrán de votar.
Pero ya no resultaría extraordinario que el colegio cardenalicio eligiese al filipino Luis Antonio Tagle, alineado con los progresistas y hombre al que Francisco quiso siempre mucho; o al también italiano Matteo Zuppi, otro francisquista muy claro, aunque de perfil muy bajo. Sin embargo, los conservadores podrían impulsar la candidatura del congoleño Fridolin Ambongo Besungu, que es “un conservador, pero un conservador africano, que no es lo mismo”, como ironiza la vaticanista Inés San Martín. Y seguramente ya no sería una sorpresa para nadie, o para casi nadie, que se eligiese papa a un africano de piel negra. Otro podría ser el nigeriano Petere Opkaleke. O el birmano Charles Maung Bo, que ha sufrido en carne propia la persecución de la dictadura militar de su país; eso trae a la memoria al legendario Kiril Lakota, el papa ruso de la película Las sandalias del pescador, protagonizada por Anthony Quinn en 1968.
Lo cierto es que la lista es interminable. Más larga y complicada que nunca desde aquellos días de 1958. Como entonces, la elección es muy difícil (ahora las posiciones están mucho más enconadas que hace 66 años) y no es en absoluto improbable que los cardenales opten por una solución parecida a aquella: elegir a un cardenal de edad avanzada, buena persona, apreciado por todos, que nombre unos cuantos cardenales… y que no convoque ningún concilio. Un papa de transición mientras las dos fuerzas, cada vez más antagónicas, se ponen de acuerdo… o aguardan a que una venza a la otra.