La desvergüenza
Vivimos en un país en el que lo que es mío, es mío; pero lo que es de todos no es de nadie, así que puede ser robado, esquilmado o destruido sin contemplaciones
La anécdota es conocida. En Estocolmo, un español va a coger el metro (el tunnelbana) y comprueba que hay varios tornos para entrar. En la mayoría es necesario introducir algo, un billete de cartulina o unas monedas para que el torno se abra. Pero hay uno en el que no hay nada, está abierto, puede pasar cualquiera tranquilamente. El español, intrigado, pregunta a la taquillera. Ella le explica que ese torno abierto se ha puesto para aquellos usuarios que no tengan dinero. Él pregunta: “¿Y no les preocupa que mucha gente se cuele por el torno que está abierto en vez de pagar para entrar?” La respuesta de la taquillera es memorable:
–Pero… ¿por qué iban a hacer eso?
Incluso ahora, para nosotros, es difícil comprender esa frase. La empleada del metro, sencillamente, no puede entender que haya personas que, teniendo dinero para pagar el billete, no lo hagan y usen el acceso previsto para los necesitados, cuando ellos no lo son. No le cabe en la cabeza. Vive en un país en el que todo el mundo tiene algo que se llama “conciencia cívica”. Esa mujer tiene no ya la noción general, sino la certeza personal de que el metro es un servicio público por el que hay que pagar; si no fuese así, no funcionaría y sería peor para todos. Y es evidente que esa certeza la comparte la inmensa mayoría de los ciudadanos suecos. Por eso pagan. Y por eso funciona el metro.
Si no llevo mal la cuenta, que me parece que no, ya son más de 700 los “cargos públicos” que han recibido la vacuna de la covid-19 (una dosis o las dos) saltándose el turno que guardamos los demás ciudadanos. Lo pongo en letra para que quede más claro: setecientos jetas que, cuando ustedes lean esto, seguramente serán bastantes más. Que se sepa, al menos.
¿Quiénes son? Bien, pues eso es lo más deprimente. Porque hay absolutamente de todo. Políticos del PSOE, del PP, de los indepes catalanes, del PNV, de todos los partidos. Consejeros autonómicos. Concejales y hasta exconcejales. Sindicalistas. Militares, empezando por el de mayor rango (el general Villarroya, jefe del Estado Mayor de la Defensa). Familiares de políticos o de médicos. Fiscales. Hasta el señor obispo de Mallorca, Sebastià Taltavull, que ha recibido ya las dos dosis, como él dice, “para dar ejemplo”.
A la gran mayoría de estos golfos, porque otro nombre no tienen, les une una misma circunstancia: se han vacunado a la fuerza. Obligados, dicen. Muy a su pesar, porque ellos no querían, no querían. Pero no les ha quedado más remedio que sacrificarse porque, claro está, ¿qué sería de nosotros, de los demás, si ellos faltasen? ¿Quién nos dirigiría, quién nos conduciría hasta el bien con la luz resplandeciente de su ejemplo ético? Porque, como bien decía José Luis Cuerda en aquella célebre película, Amanece, que no es poco, nosotros, los de a pie, somos contingentes; es decir, que podemos ser o no ser. Pero ellos, los líderes, son necesarios.
O a esos dirigentes y liberados sindicales de Asturias, a quienes se consideró, de un día para otro, “sanitarios de primera línea”
La gente está muriéndose a racimos en los geriátricos, en los hospitales, todos los días. Llevamos ya unos 60.000 fallecidos. La gran mayoría, ancianos y sanitarios. Los primeros, por debilidad física; los segundos, porque están en primera línea de combate. Pero, al cabo, todos lo son por voluntad de Dios, ¿verdad?, que es quien los llama. Ah, pero no puede consentirse que esa voluntad, que no hace distingos entre ricos y pobres, entre educados e ignorantes, entre izquierdas y derechas, alcance sin más no ya a la directora médica de Atención Primaria de Cantabria, Beatriz Josa, sino a su señora madre, que fue vacunada por ser vos quien sois, bondad infinita. O a los dirigentes y liberados sindicales de Asturias, a quienes se consideró, de un día para otro, “sanitarios de primera línea”. O a los dueños de tres empresas de ambulancias de Cataluña; no a los enfermeros o a los que conducen los vehículos, no: a los dueños. O al consejero de Salud de Ceuta, Javier Guerrero… y a nueve altos cargos más de su departamento. O al alcalde indepe de Ruidoms (Tarragona), Sergi Pedret, hombre abnegado donde los haya, que se hizo poner la vacuna (a él y a un colega suyo, concejal) porque, claro, si no lo hacían “las dosis se iban a desechar” y no están los tiempos como para tirar nada, ¿verdad?
Los ejemplos son, ya digo, abundantísimos. Las dimisiones, pues miren ustedes: no. Las direcciones de los partidos han pedido explicaciones y renuncias, como no podía ser de otra manera, pero con escaso éxito: estos desvergonzados se agarran a la silla como lapas. Salen en televisión, a veces llorando (Villegas, del PP, consejero de Salud de Murcia, que hizo vacunar también a su mujer y a varios cargos de su departamento) y dando explicaciones infantiles: que “fue sin querer”, que “me obligaron”, que es que “soy paciente oncológica” (la alcaldesa socialista de Molina de Segura, Esther Clavero), cuando serlo añade tanto riesgo de contagio por el virus como ser del Atleti o pelirrojo o zurdo.
Pero el problema es mucho más profundo. Vivimos en un país en el que defraudar a Hacienda es un deporte; quizá cada vez de más riesgo, pero deporte, y a quien lo consigue se le envidia y se le tiene por listo. Un país en el que delincuentes como el Dioni o Jesús Gil o Ruiz-Mateos acaban convertidos en estrellas de la televisión. Un país que ha inventado una palabra casi cariñosa, “pícaro”, para calificar a quienes burlan la ley y se aprovechan de los demás. Un país en el que una institución como la iglesia católica lleva décadas “inmatriculando” (es decir, apropiándose de) miles y miles de edificios y otras propiedades, aprovechando un agujero de la ley. Un país en el que lo que es mío, es mío; pero lo que es de todos no es de nadie, así que puede ser robado, esquilmado o destruido sin contemplaciones. Un país en el que la taquillera del metro de Estocolmo estaría seguramente sin trabajo y aguantando la burla de la gente. Por tonta.
El problema es este: ¿qué habría hecho usted? Si llega el amigo Julito y te dice: oye, que yo tengo contactos, que te pases el lunes por mi farmacia, o por la consulta, o por donde sea, y lo arreglamos, ¿vale? Sí, claro, tráete a tu mujer, y a los chicos, y a la abuela y al perro. Y sobre todo que no se entere nadie. Hombre, en algo habrá que ayudar a los que me traen el frasco, lo comprendes, ¿no? Te va a salir, así a ojo, por…
Repito, ¿qué habría hecho usted? ¿Estaría en el grupo de los que dirían “eres un sinvergüenza y estás jugando con vidas humanas”? ¿O más bien en el de “bah, total, si todo el mundo lo hace… Ande yo caliente…”?
A esa pregunta, que es la más importante porque define cómo es en realidad nuestro país y desde luego qué cabe esperar de él, solo puede contestar cada uno de nosotros. Hagan la prueba. En el baño seguramente tendrán un espejo.