Las memorias de Bárbara Rey: "Mientras abusaba de mí, Ángel Cristo me escupía y me apuntaba con el cañón de una pistola en la cabeza"
EL MUNDO adelanta en exclusiva el capítulo de las memorias de Bárbara Rey en el que relata el infierno que vivió junto a su marido, el empresario del circo Ángel Cristo: "No gritaba, no me defendía. Mi cuerpo simplemente no respondía, como si no fuera mío, como si no me perteneciera"
FOTOGRAFÍAS DEL ÁLBUM FAMILIAR CEDIDAS POR CHELO GARCÍA-CORTÉS
Bárbara Rey: "Adolfo Suárez me hizo una propuesta increíble viniendo de una persona de su supuesta talla moral"
Bárbara Rey
08/06/2025 22:49
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El 2 de febrero de 1989, yo cumplía treinta y nueve años y Hortensia me sugirió que intentáramos pasar un rato relajado, dar una vuelta e ir al bingo. Y eso hicimos. De repente, Ángel apareció allí. Con el tiempo supe que ofrecía dinero a conocidos a cambio de información sobre mis movimientos: si me habían visto, dónde, con quién... Así le resultaba relativamente fácil tenerme controlada. Al verlo entrar, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su presencia no presagiaba nada bueno.
Llegó completamente acelerado. Estábamos sentadas junto a un hombre que no conocía, cuando Ángel irrumpió resoplando y se sentó a nuestra mesa. Recuerdo perfectamente sus pupilas dilatadas, no podía quedarse quieto, los músculos de su cara parecían palpitar y aún tenía restos de cocaína seca en la nariz.
--¿Qué pasa, puta? ¿Estás aquí gastándote el dinero?
¿Quieres dinero? --gritó mientras se sacaba montones de billetes arrugados del bolsillo y los arrojaba sobre la mesa. Luego se giró hacia el hombre que estaba sentado con nosotras, alguien con el que habíamos coincidido por pura casualidad--. ¿Tú eres el que está con mi mujer? ¿Tú sabes que mi mujer es una puta?
Hasta podía oír cómo le rechinaban los dientes. Entonces abrió su cazadora, dejando a la vista un revólver en una cartuchera cruzada sobre su hombro. Lo sacó con un gesto exagerado y dijo que iba a matarme. La sala se quedó paralizada durante unos segundos, hasta que los murmullos y el pánico comenzaron a desatarse, haciendo que la gente se levantara y tratara de abandonar el lugar lo más rápido posible.
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Redacción:BÁRBARA REY
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Mientras tanto, Ángel seguía lanzándome insultos, con los ojos inyectados en sangre y la expresión desencajada de quien ha perdido la cordura por completo. En un momento dado, se levantó y fue al baño. Aproveché para coger mi bolso y ponerme el abrigo, me temblaba tanto el cuerpo que hasta me costaba simplemente mover las manos. Pero él volvió enseguida, ahora con restos de cocaína hasta en la barbilla. Fue entonces cuando alguien de la gerencia del bingo, aprovechando el caos generalizado, me tomó del brazo y me condujo discretamente hacia una salida a través de la cocina. Mientras me guiaba por aquel pasillo estrecho me susurró que ya habían avisado a la policía y que estaban en camino. De esta forma pude, una vez más, librarme por los pelos de él.
Las piernas de Bárbara
Aquella noche, como tantas otras, [Ángel] apareció en mi habitación. Me forzó con violencia y mientras abusaba de mí, me escupía y me apuntaba con el cañón de una pistola en la cabeza. Cuando terminó, me levanté tambaleándome y me dirigí al baño de la habitación, abatida, despreciada, humillada. Él se quedó sentado en la cama, sosteniendo el revólver mientras me lanzaba una avalancha de insultos: que no valía una mierda, que no tenía a donde ir... Entonces, no sé de dónde, saqué fuerzas para decirle que iba a volver a trabajar, que regresaría a mi profesión.
Oí en ese momento el sonido del seguro de la pistola al levantarse, ese clic me puso en alerta e instintivamente moví las piernas hacia un lado. Él murmuró: «Las piernas de Bárbara Rey», y, justo después, una bala impactó sobre la cómoda que tenía detrás de mí. Desde esa distancia, el proyectil atravesó la madera, dejando un agujero rodeado de astillas que saltaron en todas direcciones como si el mueble hubiera explotado desde dentro. El eco del disparo quedó resonando en el aire.
Dominada por el miedo, corrí hacia el baño y cerré la puerta. No pensé, solo actué por puro instinto de supervivencia y me encerré allí. Había una pequeña ventana y pensé: «Si abre esa puerta, me tiro por la ventana». Eran tres pisos de altura, pero lo habría hecho antes de que me matara o me pegara más.
Allí me quedé toda la noche, acurrucada en el suelo y muerta de frío mientras él seguía insultándome. Su voz cargada de odio atravesaba la puerta.
En aquel tiempo hubo más violaciones por su parte. Me sentía incapaz de reaccionar. No gritaba, no me defendía. Mi cuerpo simplemente no respondía, como si no fuera mío, como si no me perteneciera. Una noche, me estaba vistiendo en silencio después de otra de sus agresiones cuando noté la picazón. Días después, supe la verdad: me había contagiado ladillas. No solo me humillaba y me violentaba, sino que también traía consigo la prueba sucia de sus traiciones. Me parecía increíblemente doloroso que en algún momento aquel hombre hubiera sido deseado y amado por mí. Hubiera jurado que fue en otra vida.
(...)
"Hubo más violaciones por su parte. Me sentía incapaz de reaccionar. No gritaba, no me defendía. Mi cuerpo simplemente no respondía, como si no fuera mío"
Una noche, después de una de las interminables jornadas de trabajo en Prado del Rey, regresé a casa alrededor de las doce de la noche. Para mi sorpresa, encontré a Ángel impecablemente arreglado, acompañado del fotógrafo Manolo Carrero, de la revista Semana, y a los niños despiertos, vestidos, peinados y listos para una sesión de fotos. Lógicamente, le comenté a Ángel que era tarde para los niños, que al día siguiente tenían que levantarse temprano para ir al colegio. Entonces me dijo: «Este reportaje es para desmentir que yo tenga algo con Susana Estrada, porque además no para de hablar de mí y me tiene harto...». Como siempre, intenté evitar alterarlo. Además, era evidente que iba pasado de copas y seguramente había consumido cocaína, así que, con cautela, le di la razón, pero añadí: «Solo creo que para algo así no es necesario que aparezcan nuestros hijos, y menos organizar una sesión con ellos a estas horas».
Bastó esta observación para que estallara de furia. Su carácter explosivo y violento era como un resorte siempre a punto de saltar; cualquier comentario, por insignificante que fuera, podía desencadenar su ira. Era como si, de repente, se presionara un botón invisible que lo ponía en marcha. Gritándome, completamente fuera de sí, me respondió: «¡Puta, zorra! Tú bien que te hiciste fotos en Navidad con los niños, pero yo no puedo, ¿qué cojones te has creído? ¡¿Son solo tuyos?!».
Ana, una vez más, protegió a los niños y los subió corriendo a su habitación. Todos en la casa sabíamos hasta dónde era capaz de llegar ese hombre, pero jamás imaginamos lo que estaba por venir. Comenzó a gritarme tan fuerte como podía que me fuera en ese mismo instante de allí: «¡Lárgate de mi casa! ¡A la puta calle ahora mismo!».
Decidí subir a mi habitación, pensando que quizá, si no me veía, se calmaría un poco, o que la presencia de Manolo podría disuadirlo. En las escaleras, antes de llegar arriba, sentí un golpe brutal en la espalda. Fue una embestida feroz que me hizo caer al suelo. El impacto me dejó el brazo y la pierna izquierdos completamente dormidos. Tirada allí, con el cuerpo inmovilizado, el terror me invadió de una forma que nunca había sentido antes: creí que me había quedado paralítica.
Manolo subió corriendo, se arrodilló junto a mí y, con el rostro descompuesto, me suplicó:
--¡Vete, María! ¡Te va a matar!
Intenté responder, pero mi voz apenas salía.
--No puedo moverme... no puedo.
Desde el piso de abajo, Ángel seguía gritando, su voz resonaba como un eco espantoso: «¡No hagas caso a esa puta! ¡Tiene mucho cuento, es muy buena actriz!». Imagino que mis niños lo escucharon todo.
Manolo insistió, desesperado:
--¡Por favor, levántate! ¡Por Dios, María, levántate que te mata!
Con su ayuda, hice todos los esfuerzos que pude para incorporarme. Apenas me sostenía, pero logré dar unos pasos. Cuando nos disponíamos a bajar las escaleras, lo vimos aparecer de repente, descontrolado, con un cuchillo de cocina en la mano. El tiempo pareció detenerse. Manolo reaccionó instintivamente: le dio un golpe en el brazo y el cuchillo cayó al suelo.
Pero Ángel no se detuvo. En su locura, me agarró con saña y me arrastró escaleras abajo. Llegamos al vestíbulo y allí me cogió por el cuello. Sentí cómo el aire se escapaba de mis pulmones, cómo me iba apagando. Luego me golpeó la cabeza contra el suelo con tal fuerza que pensé que no saldría viva de allí. Finalmente, me sacó a rastras hasta la calle, donde me dejó tirada.
Descalza, sin ropa de abrigo, aquel 29 de enero de 1989, con un frío implacable y completamente sobrecogida por lo que acababa de vivir, escuché la voz de Ana, casi como un susurro, proveniente de una de las ventanas de la casa: «Señora, por Dios, ¿qué hago?».
Le pedí que me diera por el garaje mi bolso, tenía algo de dinero en él, unos zapatos y mi abrigo, y que me llamara cuanto antes a un taxi. Cuando llegó el taxi, me fui directamente a casa de Hortensia. En ese momento necesitaba su cariño y su protección, sentirme a salvo.
Llegué pasada la una y media de la madrugada, llamé al telefonillo del portal, pero no me abría. Aquellos minutos en los que insistí se me hicieron eternos, los viví con auténtica desesperación, pero, afortunadamente, acabó respondiendo. Contestó confundida y sobresaltada por las horas y lo imprevisto de aquella visita. Al escuchar su voz no pude evitar romper a llorar:
--Soy yo. Por favor, ábreme, mi marido me ha echado de casa.
La llegada de Sofía
En primavera de 1983, Ángel se fue a trabajar con el circo a Argelia. Estaba convencida de que fue una decisión no solo empresarial, sino también personal: lo que él quería era alejarse de mí y, como más tarde pude corroborar, pasar tiempo con Iris. (...) Me quedé con Ana, que me ayudaba con Angelito y mi embarazo. Cuando llegó el momento de dar a luz, él volvía a estar ausente. Estaban conmigo mi hermana y Hortensia. Esta vez todo fue muy diferente al primer parto: las complicaciones fueron muchas. Mi hermana estuvo a mi lado día y noche, ya que el proceso fue largo y agotador.
Más tarde me enteré de que, cuando Ángel llegó a Madrid, fue Iris quien lo recogió en el aeropuerto. Se tomaron su tiempo para ir a comer y después, tranquilamente, fueron a comprarme una sortija y un ramo de flores enorme. Claro, a él le encantaba que la gente creyera que era muy espléndido conmigo. Parecía convencido de que todo lo que yo tenía era gracias a su generosidad, como si yo no me matara en el circo trabajando.
Llegó a la Clínica del Rosario casi a la hora de la cena. «Gracias a Iris, que ha venido a recogerme», fue lo primero que dijo. Después se acercó a la cuna donde descansaba su hija recién nacida y soltó:
--No he visto en mi vida una niña más fea.
Pero mi niña era preciosa, muy blanquita y pelirroja, con un pelo que parecía un rayo de sol hecho hilos. Era perfecta.
(...)
Iris y Ángel volvieron a España después de siete u ocho días. Mi marido me llamó y me dijo que iban a picar algo antes de llegar a casa. Mientras tanto, yo había decidido que no podía seguir aguantando esa situación, necesitaba plantarles cara y obligarlos a que me admitieran la verdad. Así que, de pronto, se me ocurrió una idea. Como nuestro chalet de La Moraleja era tan grande que teníamos teléfonos internos para comunicarnos, dejé el del salón descolgado y activé el botón del interfono en mi dormitorio. Cuando llegaron, pasé un rato en el salón con ellos. Estaban sentados juntos en un sofá, mientras yo me acomodaba en el de enfrente. Al poco, fingí estar cansada y me retiré a mi habitación. Una vez allí, a través del interfono, y sin que ellos sospecharan nada, los escuché. Ella le preguntó cuándo pensaba dejarme y Ángel respondió que todavía era pronto para separarse. Debían tener paciencia. Comentó que con un niño que aún no había cumplido tres años y una bebé de quince días, la gente lo llamaría hijo de puta, por lo que había que esperar. Mientras escuchaba aquellas palabras, sentí la profunda traición de la que consideraba mi amiga. Ya no pude más. Bajé sigilosamente. A través de una rejilla de ventilación que conectaba el comedor con el salón donde ellos estaban, los vi besarse sin que me advirtieran. Fue entonces cuando oí cómo Ángel le decía que yo le daba asco, que le repugnaba estar cerca de mí, y en ese momento, mencionó que iba a conectar la alarma. Salí corriendo porque, de haberme quedado donde estaba, la alarma habría saltado y me habrían descubierto.
"Fue entonces cuando oí cómo Ángel le decía que yo le daba asco, que le repugnaba estar cerca de mí"
Fui tan rápido como pude a través de la cocina y tomé las escaleras de servicio por las que se bajaba al garaje. Salí sin siquiera calzarme, sin pensar en nada más que en llegar cuanto antes. Mi intención era cruzar desde allí para llegar al otro lado de la casa donde se encontraban las escaleras principales por las que se accedía a las habitaciones, pero el apuro y los nervios me jugaron una mala pasada. Resbalé en el garaje justo en la zona donde estaban las calderas, y sentí cómo los puntos que el doctor me había dado tras el parto de mi hija cedían con un tirón doloroso. Me llevé la mano a la zona y al mirarla, vi que mis dedos estaban manchados de sangre. El dolor se instaló con fuerza, pero lo que más me preocupaba no eran los puntos, sino la sensación de mi corazón desbocado, palpitando con tal intensidad que sentía cada latido en las sienes, en el pecho, en los oídos... La respiración se me aceleró, me ahogaba, y la ansiedad me inundó, como si todo se estuviera desmoronando al mismo tiempo, como si fuera a colapsar allí mismo. Hice todos mis esfuerzos por mantener la calma, concentrándome en respirar, y me quedé escondida en un descansillo junto a aquellas escaleras, unos minutos que se hicieron eternos, interminables. Mientras, desde allí abajo, los podía ver en el vestíbulo que se encontraba en la primera planta, abrazados, besándose, los oía reír y hablar en voz baja, como si compartieran un secreto. No alcancé a distinguir lo que decían, sus palabras eran como susurros lejanos. Solo escuchaba el retumbar de mi propio corazón como si se amplificara en el silencio de aquel rincón.
(...)
Subí con cautela hasta la planta donde estaban y me refugié en mi cuarto. Esperé aún un poco más. Era una situación dolorosa, casi insoportable, pero necesitaba verlos con mis propios ojos. No me quedaban dudas sobre su traición, pero quería que tuvieran que enfrentarla ante a mí, que no pudieran esconderse ni negar nada ni un minuto más. Que tuvieran que sostener su vergüenza mirándome a los ojos.
Desde mi dormitorio activé el sistema de comunicación interna de la casa y, con el corazón encogido, empecé a escuchar lo que ocurría en la habitación contigua, esperando el momento para irrumpir en su habitación. Fueron minutos de una angustia insoportable, pero también el único camino para sacarlos de sus oscuras mentiras y obligarlos a confrontar lo que me habían hecho.
Esperé un rato y, cuando creí que había pasado el tiempo suficiente, me levanté, fui hacia allí y de una patada abrí la puerta. Los encontré en la cama.
Yo, Bárbara: Mis Memorias