El amigo invisible es un compromiso que saca lo peor de nosotros: ¿acabamos con él?
Al principio, cuando se hacía entre familiares o compañeros cercanos, podía tener su gracia. Ahora se ha convertido en una industria de regalar chorradas a gente que no conoces
Héctor G. Barnés
09.12.2017 – 20:15 H.
Hola, soy el Grinch y vengo a robaros la Navidad. Al menos, la parte que menos os gusta. Esa que está unida a compromisos, obligaciones y una sangría constante de dinero que en otras circunstancias ni se nos ocurriría gastarnos. Esa que aceptamos sin que nos cause placer, felicidad ni creamos que tenga absolutamente nada que ver con el espíritu que supuestamente debería caracterizar estas fechas. Hay otros posibles candidatos (la saga inacabable de cenas, por ejemplo), pero la máxima expresión de todo ello es, cada vez más, el amigo invisible. Uno de los tabús definitivos de la era del consumo-experiencia.
Que conste que me gustan los obsequios. Me gusta regalar y que me regalen. Sin embargo, lo que disfruto de dicho acto no tiene nada que ver con esta costumbre tan popular que recoge todo lo malo que uno puede imaginar: es obligado, impersonal e institucionalizado. Todo lo contrario de lo que debería ser un regalo, es decir, algo voluntario, afectivo y que sirva de puente entre personas que se aprecian. Tal y como se lleva a cabo hoy el amigo invisible, entre grupos enormes de gente que apenas se conocen, termina convirtiéndose en una imposición de la que uno no puede salirse si no quiere parecer un rancio. Esto provoca algo aún peor: que quien participe lo haga a regañadientes, para cubrir el expediente y poco más.
¿Quién no está harto de oír a los demás quejarse de que le ha tocado fulanito o menganita? Que es un rollo pero "a ver quién se atreve a decir que no"
Hay otra razón por la que esta convención (no quiero llamarlo costumbre) resulta tan problemática. Aunque tenga sentido en grupos reducidos, a medida que estos se hacen más grandes puede convertirse en un peligroso catalizador de mal rollo. Los dos entornos donde suele llevarse a cabo, la familia y la empresa, son potenciales ollas a presión en las que fácilmente puedes verte en la obligación de regalar o ser regalado por aquel que te la clavará por la espalda cuando te des la vuelta. El amigo invisible puede acabar siendo, en el peor de los casos, la llama que prende una peligrosa mecha; y en el mejor, un foco de frustraciones, agobios y quejas por lo 'bajini'.
Porque esa es otra: ¿quién no está cansado de oír una y otra vez a los demás lamentarse de que le ha tocado fulanito o menganita? De que le parece demasiado alto o demasiado bajo el precio que se ha puesto. Que es un rollo pero que a ver quién dice que no. Que está harto de esforzarse para que le toque el adorno inservible de todos los años. Eso sí, son secretitos a la oreja en los pasillos de la empresa o en las conversaciones privadas de WhatsApp; pocas veces nadie se atreve a plantear no hacerlo. Eso por no hablar de esos casos en los que al trabajador de una compañía le toca un compañero que no solo no conoce bien, sino con el que a lo mejor solo ha coincidido un par de veces en el 'hall' y tiene que hacer una investigación para saber qué regalarle que ríete tú de la KGB.
Una situación 'lose-lose'
Quizá mis prejuicios se deban a una experiencia que tuve hace ya unos cuantos años. Al bueno de Juan (nombre ficticio, para garantizar su integridad) le salió en el papelito Laura. A Juan no le parecía ni bien ni mal el asunto, pero Laura tenía fama de tomárselo muy en serio. En serio en el mal sentido: esperaba un muy buen regalo, porque además, ella se lo iba a currar a tope. Así que intentamos echarle una mano, hasta el punto de que todos menos ella estábamos metidos en el ajo. Debatimos cual padres de la Constitución, hicimos 'brainstorming', votamos como si eso fuese la ONU y optamos por, ejem, una lámpara. Ni qué decir tiene que cuando Laura abrió el regalo parecía que lo que estaba envuelto era una bosta de vaca con lacito. El regalo unió a la gente, sí, pero a los que sentimos el fracaso de Juan como propio.
Hay gente que exige demasiado, otra que no se lo curra nada y una gran mayoría que se limita con sobrevivir. En ese contexto, es imposible ganar
Es una anécdota más, pero creo que resume bien todas las tipologías de sufridores del amigo invisible. Por una parte, el dadivoso rencoroso, que tiene la virtud de esforzarse mucho para hacer feliz al agraciado que le haya tocado pero sufre el defecto de exigir a los demás algo semejante. Por otra, la pobre víctima (la mayoría de nosotros), que hace lo que puede y, aun así, termina siendo objeto de críticas malintencionadas, ya sea por pasarse o por quedarse corto. Luego está el rata, que agotará todos los cauces legales para no gastar ni tiempo ni esfuerzo ni dinero en esta costumbre, y que muy probablemente terminará dando salida al libro que tiene repetido cogiendo polvo en la estantería, al vino rosado que no va a abrir jamás o al regalo 'default' por antonomasia, un marco para fotografías, una colonia, una bufanda o el 'best seller' de turno (¿y si la industria editorial se mantuviese gracias al amigo invisible?).
Por último está nuestro amigo, el indolente jeta, que se parece al rata, pero no es exactamente igual. Este es capaz de soltarte el libro de poesía que escribió hace 10 años, la maqueta del grupo que tenía en los años 90 o los guantes que le regaló su amigo invisible el año anterior y quedarse tan ancho. O, peor aún, encasquetarle a su pobre esposa (no suele ocurrir en el otro sentido) la responsabilidad de pensar el regalo. También es posible que, en un ejemplo de inteligencia colectiva a pleno funcionamiento, la gente termine cambiándose los papeles para que le toque alguien a quien verdaderamente desee regalar. Tampoco se les puede culpar, porque como todos, hemos caído en una trampa en la que es imposible ganar o salir bien parado. Como mucho, se puede sobrevivir.
Van a lo mismo que tú. (EFE)
Van a lo mismo que tú. (EFE)
Otra historieta. En otro de estos juegos, alguien me regaló un libro. Pasado un tiempo prudencial, uno de sus amigos se me acercó y me preguntó si había acertado. Le dije que el libro era bastante malo, pero que el regalo me había gustado. Al instante me di cuenta de que me había equivocado, porque leí en su cara que había roto esa norma tácita según la cual no puedes decir que tu amigo invisible no te gusta. Perdón, maticé al instante, el regalo sí me parecía acertado, lo que no me había gustado era el contenido del libro. No pareció entender la paradoja, y quizá ese equívoco muestre nuestra gran confusión hacia los obsequios. El presente era bueno porque mostraba que me conocía, que apreciaba mis intereses y que sabía que, me gustase o no tras leerlo, me sentiría identificado con él. La intención es lo que cuenta, que se dice.
La industria del compromiso
Es posible que muchos de los que protestan por los regalos de los demás o creen que nunca reciben lo que se merecen —¡los verdaderos Grinch!— se hayan tomado al pie de la letra lo que el antropólogo Marcel Mauss escribió sobre los regalos. Básicamente, aseguraba el francés en 'Ensayo sobre el don', se trata de una obligación, una deuda aplazada para quien lo recibe. Aunque es absurdo sentirse en deuda por algo que ha sido producto del azar, que mucha gente lo sienta así muestra uno de los peores defectos de nuestra sociedad, que es la imposibilidad de ser altruista sin esperar algo a cambio (una trampa mental generalmente inconsciente). Así de interiorizada tenemos la lógica del comercio.
¿Hay acaso un gesto consumista mayor que comprar a alguien que no conocemos algo que no necesita y motivados tan solo por el "qué dirán"?
Habrá quien diga que todo regalo es inherentemente egoísta, un compromiso no explícito, pero me temo que soy de los que piensan que puede ser una bonita forma de intimidad informal. De ahí que me molesten eventos como el amigo invisible cuando son mal entendidos, porque convierten algo potencialmente bello en una fuente de estrés, rencillas y turboconsumismo. En el fondo, estos regalos entre compañeros o familiares constituyen una potente industria de productos inútiles (de "detallitos") que nunca nadie utilizará y que sirven para salir del paso. A finales del año pasado, un informe de Azimo señalaba que los españoles gastamos unos 2.000 millones de euros en regalos que no gustan. Entre ellos, los que menos aciertan son los familiares de segundo grado (19,66%) y los compañeros de trabajo (19,34%); los que más quebraderos de cabeza sufren con el amigo invisible. Qué sorpresa.
A lo mejor hay que entender esta convención como un equivalente de la parábola económica del ruso que contaba recientemente José Antonio Marina, y en la que el mero hecho de introducir en circulación un billete falso de 100 euros servía para que todo un pueblo liquidase sus deudas mutuas. Algunos sueñan con que el amigo invisible sea una cadena de favores en la que, gracias a los tickets regalo, terminamos invirtiendo los consabidos 20 euros de turno (o 10, o 5…) en nosotros mismos. El problema es que, de ser así, ya no se trata de un regalo, es decir, de un gesto desinteresado hacia otra persona, sino de una expresión más de nuestro narcisismo calculado.
¿Hay acaso un gesto consumista mayor que comprar a alguien que no conocemos algo que no necesita tan solo porque estamos obligados a ello por el "qué dirán", una muestra más de que hemos transformado el consumo en un acontecimiento? Paul McCartney cantaba que "al final, el amor que recibes es igual al amor que das". Y si no es así, siempre puedes quejarte a la vuelta de las vacaciones con tus compañeros delante de la máquina de café. O pedir que te den el ticket para cambiarlo por algo que sí te guste.