Techos caídos, aseos inmundos y ratas en las instalaciones de la policía.
Comisarías que dan pena
Fecha: 30/04/2017 Juan José Fernández ico favoritos
En pocas infraestructuras públicas se nota más el paso de estos años de crisis que en los edificios de la policía. Vestuarios decrépitos, grietas y humedades en las paredes, aseos apestosos, mobiliario desvencijado, peligro de derrumbes o de inhalación de amianto… Repetidas inspecciones de expertos en seguridad laboral no han tenido consecuencias, pese a los evidentes fallos de seguridad en sistemas contra incendios, techos, instalaciones eléctricas o lugares de retención de detenidos. | Sigue leyendo.
Por la ventana de unas dependencias policiales de Madrid se ve deambular indolente a una manada de gatos. En un rincón del complejo, donde crecen malas hierbas, los agentes les ponen pienso y agua. Si proliferan, mejor. “Preferimos engordar gatos que cebar ratas”, sentencia, estoico, un veterano.
La rata y su indeseada prole se están haciendo asiduas de las comisarías más decrépitas entre los 700 inmuebles que tiene el Cuerpo Nacional de Policía (CNP). Destaca por su deterioro el edificio de la calle General Mayandía, en Zaragoza, comisaría principal y gran refugio de roedores. El Periódico de Aragón contó el 1 de marzo que uno ellos se coló en un coche del Grupo de Operaciones Especiales y se comía sus plásticos.
En Madrid, fuentes del CNP aseguran que siguen viendo ratas en los barracones policiales de la Casa de Campo, pese a que, desde octubre de 2016, se trata de controlar la plaga y que no se extienda a los caniles de las estrellas de la unidad canina, haciéndoles la vida más perra.
Las ratas son máxima expresión del deterioro de los edificios policiales en España, del que levantan acta las fotos de este reportaje, realizadas por policías y funcionarios auxiliares. En la comisaría zaragozana han retratado ventanas tapadas, aseos intocables y cuadros eléctricos desventrados. Fuera, se acordonan espacios para que a los vecinos no les descalabre algún cascote. Y dentro, un andamio de 70 metros intenta evitar parar los derrumbes. Allí trabajan 650 policías.
Sus compañeros de Salamanca se inquietaron cuando, hace mes y medio, un pedazo de techo se desprendió en el aparcamiento de su comisaría. No es la primera vez que ocurre en el edificio, inaugurado en 1982. Hace dos años, Interior tuvo que arreglar las cornisas por desprendimiento de cascotes.
Pero no es ese el mayor peligro potencial en aquella comisaría, sino el módulo hospitalario de detenidos que custodian los policías. “No reúne condiciones mínimas de seguridad”, asevera un agente salmantino. Por no tener camas adaptadas, una vez un delincuente arrancó el portagoteros y lo usó como arma. Además “las luminarias son simples fluorescentes, y se pueden usar como arma o para autolesionarse”.
Candidatos al reuma
El deterioro de las instalaciones es queja eterna de los agentes. Este invierno, los alumnos de la Escuela Nacional de Policía volvieron a ducharse con agua fría, como otros cursos, por fallo en los calentadores. La academia –que está en Ávila, una de las ciudades más frías de España– no ha visto arreglos de importancia desde los ochenta.
Tampoco los ve la comisaría de Tui (Pontevedra), metáfora ibérica de la crisis. Allí trabajan 40 policías; un tercio son portugueses que persiguen el narcotráfico. Lusos y españoles comparten enormes manchas de una humedad tan intensa que empapa un emblema de la Polícia de Segurança Pública, fotocopiado y fijado con celo a la pared. Entre las manchas aún se lee su lema: “Pela Ordem e Pela Pátria”.
En la otra punta del país, en Alcantarilla (Murcia), el problema es el espacio. Se cruzan denunciantes y denunciados en la oficina de denuncias, junto a la del DNI, y ante la sala de espera de los ciudadanos. Dentro, faltan vestuarios para las agentes, y sus compañeros se cambian en un pasillo.
El mismo problema hay en la Jefatura Superior de Murcia. Es tan escaso el espacio que, para atender a una víctima de violencia de género con la intimidad que requiere, “hay que esperar a que se desocupe la sala de la Brigada de Policía Judicial”, cuentan desde allí. En Cartagena, la comisaría se ve flamante de fachada, pero por dentro sufre del intestino: un tercio de sus baños están obstruidos porque a alguien se le ocurrió verter por las bajantes el hormigón sobrante de la obra.
Olor nauseabundo
La comisaría en el distrito madrileño de Ciudad Lineal no aparenta más vejez que el resto de los edificios del barrio, si no fuera por el olor de sus servicios. Al comienzo, el problema se limitaba a los inodoros, pero la pasada primavera el aroma se extendía ya irritantemente por las oficinas. Inspectores del servicio de Prevención de Riesgos Laborales visitaron el lugar en mayo, hace un año. Su informe es una curiosa pieza en la que el lenguaje administrativo queda desbordado al enumerar “el fuerte hedor en casi la totalidad de la Dependencia, olor nauseabundo y el mal estado actual de todos los aseos, toallas de tela, pastillas de jabón, grifos rotos o ausencia de los mismos en algunos baños, careciendo de dispensadores de jabón o toallas individuales o seca manos”. Los inspectores exigían un saneamiento que no se ha realizado.
El deterioro de los lavabos integra por sí una especialidad, un capítulo propio. “Nadie nos dijo en la academia que íbamos a trabajar en lugares tan lujosos”, bromea un miembro de las patrullas madrileñas de seguridad ciudadana. Pero tampoco figura en su contrato la obligación de lavarse las manos con agua de color marrón. En enero de 2016, una nota informativa del Sindicato Unificado de Policía (SUP), mayoritario en el cuerpo, distribuida en la sede policial del barrio de Canillas se titulaba: “El agua: ¿¿Incolora, inodora e insabora??”, y lamentaba el inquietante ocre oscuro del líquido que salía por los grifos “de todas las plantas del edificio”. Así comenzaba 2016, y ya va avanzado 2017 sin que, tras una limpieza de los aljibes y la promesa de que se revisarían las cañerías, el agua de Canillas salga sin color, olor y sabor.
Obras millonarias
Ramón Cosío, portavoz del SUP, califica de “precarias e inadecuadas” las instalaciones donde trabajan sus compañeros, “muchas veces carentes de un mínimo mobiliario”. En Mataró, por falta de estanterías, un cerro de cajas de cartón se guarda entre rejas, en un calabozo. Más que una colección de atestados, parecen los enseres de un enfermo de síndrome de Diógenes.
Para arreglar estas cosas, “se encargan obras nuevas, estéticamente vistosas, pero que no son operativas –relata Cosío–. No se vela por su correcta ejecución”. En su opinión, Interior tendría más presupuesto para mejorar instalaciones “si acometiera la renovación del modelo policial español, optimizando recursos humanos y materiales”.
No faltarán optimistas que en la decrepitud –cuando no la cutrez– de las comisarías vean, más que un mal, una oportunidad: hay mucho que arreglar. Con un grupo de contratas que alcanza los 20,1 millones de euros, Interior se ha convertido en uno de los ministerios más licitadores en lo que va de año. Un portavoz del departamento asegura que “la voluntad del ministerio es trabajar para revertir la situación de determinadas comisarías y mejorar las condiciones materiales en que trabajan los policías”.
De eso hablan los boletines oficiales. La licitación más sustanciosa acaba de atravesar el crucial meridiano de la apertura de plicas. El pasado 27, la División Económica y Técnica de la Policía conoció las ofertas de empresas para hacerse cargo del “mantenimiento preventivo, correctivo y técnico-legal en inmuebles”, un concurso de nueve lotes y un montante de 10.198.775 euros que emprende el arreglo de edificios policiales en La Rioja, Huesca, Jaén, Málaga… y otras 20 provincias.