Los veinte peores minutos de nuestra vida
21 / 11 / 2011 Incitatus
Mucha gente tiene de los policías una imagen negativa. Ellos lo saben y no lo entienden. Este es el testimonio de un policía que, aunque parezca extraño, no es atípico.
Ustedes perdonen pero en esta ocasión no voy a decir nada o casi nada. Prefiero transcribir el tremendo monólogo de un querido y fraternal amigo que en las mejores ocasiones se apellida Beausseant, aunque la pandilla, que somos todos unos torpes, le llamamos Bosán, por simplificar. Esto dice:
“Yo me hice policía por vocación, nunca quise ser otra cosa aunque me gustan mucho la Medicina y el Derecho. Pero me crié en un pueblo horrible, un sitio que ahora está más o menos bien pero que cuando yo era niño era peor que el Bronx de las películas: no había más que droga y atracos y cadáveres y robos y violencia. Todos mis amigos de crío se han muerto, Inci, todos; unos de sida, a otros se los cargaron y otros se mataron entre ellos. Y ¿sabes quiénes eran los que nos ayudaban a vivir, a cruzar la calle en aquella selva, a volver a casa desde el cole sin que se te echara nadie encima? Pues los policías, Inci. Esos eran los buenos de la peli. Por eso quise ser policía”.
“Pero pronto me di cuenta de que muy poca gente piensa así. Es terrible lo solo que te sientes, lo incomprendido, lo mal que te miran. Seguimos siendo "la autoridá" de antes, a la que hay que temer, padecer y, si se puede, burlar”.
Ahí yo le digo al buen Bosán que eso es, hasta cierto punto, lógico: los españoles llevamos décadas, si no siglos, acostumbrados a una policía (y a unas fuerzas armadas) que, salvo raras excepciones, nunca han estado para ayudar sino para reprimir. Aquí nunca hemos tenido bobbies británicos, que van desarmados y por los que la gente siente aprecio. Le cuento que yo ya he perdido la cuenta de cuántas veces, desde la Transición, ha habido que cambiar de nombre y de uniforme a los policías, para ayudar a que la gente se quitase de la cabeza a los feroces grises de mi juventud.
“Pero es que la gente sigue pensando que somos todos unos fachas -Bosán abre unos ojos enormes-; a mí me pasó en las últimas elecciones que ganó Aznar. Yo estaba de servicio en un colegio electoral. Al final del recuento entró uno del PP de catálogo, de los de antes, con la gomina y tal. Se acerca a los guardias civiles, luego a mi compañero y a mí, nos abraza y nos dice: ‘¡Hemos ganado!’. Y mi compañero me dice: ‘Pero este gilipollas, ¿de qué va?’. Yo soy izquierdoso, por no decir rojo, desde chico, y pertenezco a Amnistía Internacional, y en mi grupo cada uno es de su padre y de su madre. No puedo entender que, por el solo hecho de llevar uniforme, la gente piense que somos fachas. Sí, ya, ya sé: la memoria colectiva y tal. Pero es una lata, tío”.
“Lo peor, Inci, es el embrutecimiento. Perdona, no: el peligro del embrutecimiento. En mis años de aprendizaje nos dijeron una cosa que yo no he olvidado nunca: ‘Vosotros tendréis que vivir los peores veinte minutos de la vida de mucha gente’. Eso es así. A mí me ha pasado muchas veces. Hace años, cuando llegamos a ayudar a la gente de una casa que se había quemado, vi a una mujer sentada en el suelo, en bata, toda sucia, descalza, que miraba sin decir nada a su perrillo muerto. ¿Sabes? Me entró un cansancio horrible. Un hastío, una pereza espantosa. Salté por encima de ella para entrar en lo que quedaba de la casa y en ese momento reaccioné: ‘Este no soy yo’, me dije, ‘yo no reacciono así, yo no hago esto’. Me di la vuelta, le sonreí como pude y le pregunté si quería que le buscase unas zapatillas. Me dijo que sí con la cabeza y lo hice. Al día siguiente fui al psicólogo porque me di cuenta de que me estaba volviendo de corcho, y eso sí que no. El médico me dijo que me estaba implicando demasiado, que me podía romper. Pero qué quieres que haga. Yo soy como soy”.
Lágrimas compartidas.
“No nos ayudan, Inci, nos sentimos solos y muchas veces abandonados. No es que nos paguen una mierda, que eso también. Es que no tenemos medios, muchas veces ni ropa, ni instrumental adecuado. Mi chaleco antibalas tiene ocho años. ¿Sabes cuál es la vida útil de un chisme de esos? Tres años. El día en que tenga que comprobar si funciona o no, pues a ver qué te cuento a ti si es que no... Ya, claro, que pida otro. Pero tú en qué mundo vives. Lo que acabaré haciendo será comprarlo yo, y ya me lo pagarán un siglo de estos”.
“Pero es que se da por hecho que nosotros tenemos que hacer, podemos hacer con toda facilidad cosas que los políticos que nos mandan no harían nunca. Sí, es verdad, créetelo, vivimos los peores veinte minutos de la vida de todo el mundo. Somos nosotros, muchas veces, quienes tenemos que llamar al marido para decirle que su mujer se ha matado con el coche. A mí me ha pasado. ¿Cómo se hace? Si te digo la verdad, no lo sé. Lo haces y ya está”.
“Como el día aquel del niño. Un crío de dos años, guapísimo, que se había ahogado de la manera más tonta en una pileta. Nosotros llegamos los primeros, pero nadie pudo evitar que la madre cogiese el cuerpecillo, lo subiese a la habitación, lo lavase y lo peinase y lo cambiase de ropa, porque no quería que nadie lo viera como había quedado. Cuando yo me asomé al cuarto, ella estaba sentada en la cama con el niño abrazado y llorando como no te puedes imaginar. ¿Qué haces en esos casos? Pues yo me senté con ella, la abracé y me puse a acariciarla hasta que llegó el forense, que tardó una eternidad... Qué vas a hacer sino compartir lágrimas. ¿Y quién está preparado para eso? ¿Lo estás tú? ¿Lo está alguien?”.
Agradecimiento.
“Sí, hombre, hay momentos buenos. Como cuando lo del chico aquel, 12 años tenía, que sufrió un accidente de caza: alguien tropezó, se le escapó un tiro de postas y le deshizo la pierna, del muslo para abajo aquello era una carnicería. Y él me decía: ‘Haga algo, que no me quiero morir’, porque sabía, como sabía yo, que se estaba desangrando. Como pude, le pincé la safena y le cambiaba la presión cada poco. Así hasta que llegaron los del Samur. Y, mientras metían al crío en la ambulancia, uno de los médicos dijo: ‘Anoten el nombre de ese agente, porque le ha salvado la vida al chaval’. No veas su familia, cómo se puso conmigo. Y no veas al crío, que no hacía más que pedir que yo fuese a verle al hospital... Y, cuando fui, no me reconocía: solo recordaba el uniforme. Y eso es muy bonito, porque lo que hice yo podría haberlo hecho cualquiera de mis compañeros. Eso es lo maravilloso. Y me decía el chico: ‘Me cortaron la pierna, pero estoy vivo porque tú me salvaste’. Sí, me propusieron para una medalla. Pero no me la dieron. El concejal que tenía que firmar dijo: ‘Este cabrón me llamó incompetente cuando lo del convenio. Pues que se joda’. Al concejal habría que haberlo visto pinzándole la vena al niño... En fin, estas cosas... Qué le vas a hacer. Oye, ¿queda Coca-Cola?”.