Diez años sin FrankyIsabel Fernández, la madre de Francisco (su foto ocupa el primer plano), con Crescencio Romero, el agente que lo acompañaba. / Salvador Salas
Juan Cano | málaga
@JuanCanoSUR
5 mayo 2015
El agente que iba con él en el coche, sus compañeros del Grupo II de Udyco, la viuda y la familia de Francisco Fernández reconstruyen el suceso y su trayectoria en el Cuerpo
El policía, de 41 años, murió en un accidente durante una persecución en 2005
Su mujer lo llamó al móvil a las 15.30 horas del 14 de abril. Francisco llevaba varios días yéndose a trabajar de madrugada. Diez años después, Mari Carmen reproduce con exactitud la conversación.
Testimonios
Mari Carmen Fernández, viuda «Amaba su trabajo; me decía que cualquier día podía pasarle algo, como si estuviera preparándome»
Isabel Fernández, madre «Yo le advertía de que estaba en peligro, pero no pensaba que a mi hijo le pudiera ocurrir algo así»
Crescencio Romero, superviviente del siniestro «De ese accidente no se sobrevive; lo normal es que los dos estuviésemos muertos»
Julio Bujalance, jefe del Grupo II en 2005 «Hasta el mediodía fui en el coche con Franky, pero nos cambiamos después del almuerzo»
Moisés, agente del Grupo II «Era la paz dentro del grupo; el compañero, en la policía y en cualquier trabajo, debería ser como él»
-«Ten 'cuidaíto', a ver si te vas a matar por ahí».
-«No te preocupes, está todo pagado -bromeó él-. Te quiero, cuida de los niños. Después te veo».
Aquellas fueron las últimas palabras que escuchó de su marido.
Esa noche, sobre las tres de la madrugada, el timbre de la puerta comenzó a sonar. Mari Carmen Fernández abrió. Cuatro compañeros de su esposo se presentaron en su casa para darle la noticia. «Francisco ha tenido un accidente». Poco después llegó el psicólogo. «Según como usted lo viva, lo vivirán sus hijos». Daniel tenía entonces siete años. Sara, tres y medio.
Francisco José Fernández Fernández, Franky para los amigos, iba esa noche al volante de un Mercedes 320 CLK intervenido a unos narcos y que pasó a ser utilizado por la policía. «Nos acabábamos de relevar porque yo había estado conduciendo desde las seis de la mañana y estaba agotado», recuerda Crescencio Romero, el agente que casualmente iba con él (su compañera habitual había viajado a Galicia con su novio para comprar un coche). Llevaban tres días muy intensos de vigilancias y seguimientos, de 16 horas de trabajo y 5 o 6 de sueño. «El servicio lo requería».
El Grupo II de Crimen Organizado de la Udyco-Costa del Sol, al que pertenecían los dos policías, seguía a una banda de francoargelinos a la que investigaban desde hacía tres meses por tráfico de hachís. Habían realizado un registro fallido en uno de los pisos de la organización. Tenían la sospecha de que acababan de mover la droga y podían estar transportándola en esos momentos en el maletero del coche de uno de los objetivos. La orden era interceptarlo y detenerlo.
Cayeron por un barranco de 40 metros que Crescencio escaló para pedir ayuda
El sospechoso pisó el acelerador a fondo cuando se dio cuenta de que lo estaban siguiendo. Tomó la sinuosa carretera del hipódromo de Mijas. Delante, en otro coche, iba Moisés, el único que aún sigue en el mismo grupo. Detrás, a muy pocos metros, venía Julio Bujalance, que dirigía el operativo. «Hasta el mediodía yo había ido con Franky en ese coche -el Mercedes 320-, pero después del almuerzo nos cambiamos», dice el entonces responsable del Grupo II, que ahora es inspector jefe en Extranjería.
«Cres, hago lo que puedo»
El plan era usar los vehículos policiales para «hacerle un bocadillo» y pararlo. Crescencio, que acababa de ascender a oficial, tampoco ha podido olvidar las últimas palabras que cruzó con su compañero, que sorteaba curvas a izquierda y derecha sin perder la estela del sospechoso.
-«Franky, dale caña, que el de delante (Moisés) va solo».
-«Cres, hago lo que puedo».
1.- Compañeros. Algunos de los integrantes del Grupo II de Udyco, con Francisco Fernández (izqda), durante la celebración del patrón de la policía en 2003. 2.- Superviviente. Crescencio Romero, que superó las lesiones y posteriormente ascendió a subinspector, fue condecorado con la cruz al mérito policial con distintivo rojo tras el siniestro. Compañeros. Algunos de los integrantes del Grupo II de Udyco, con Francisco Fernández (izqda), durante la celebración del patrón de la policía en 2003. 2.- Superviviente. Crescencio Romero, que superó las lesiones y posteriormente ascendió a subinspector, fue condecorado con la cruz al mérito policial con distintivo rojo tras el siniestro.
3.- Con su familia. Francisco se casó con Mari Carmen, a la que conocía desde la niñez. Tuvieron dos hijos, Daniel, de 17 años, y Sara, de 13..
La Guardia Civil, en el informe técnico que hizo del accidente, estimó que circulaban a unos 130 kilómetros por hora. La carretera era de 60. «No te da tiempo a sentir miedo, sólo la adrenalina. Es algo a lo que estás acostumbrado». Recuerda «muchas curvas». El coche se les fue en una de ellas. «Franky pisó el freno y el Mercedes, que era de tracción trasera, hizo medio trompo. Tengo grabada la sensación de volar, pero después todo se nubla en mi cabeza».
Cayeron por un barranco de 40 metros cerca del Cerro del Águila. Ninguno de los dos llevaba puesto el cinturón y salieron despedidos del habitáculo. Era noche cerrada, sin visibilidad. «Lo siguiente que recuerdo, como en sueños, es intentar subir por un cortado. Veo fuego. Me caigo al escalar, pero vuelvo a subir. No sé si es real o no». Crescencio es capaz de reconstruir lo que sucedió por las piezas que ha podido ir encajando después. Por lo que le han ido contando. «Llego arriba y pido auxilio. Paro un vehículo...».
Un bombero se le acercó a la ambulancia del 061 donde lo asistían.
- «Macho, ¿cómo has subido? Hemos tenido que bajar con cuerdas».
-«Con la boca», respondió él.
La doctora que lo atendía lo atestiguó. «Todavía le estoy sacando tierra de la boca», dijo. Crescencio trepó los 40 metros de terraplén con siete costillas rotas que amenazaban con perforarle los pulmones, doble fractura de clavícula, ocho coágulos en la cabeza, rotura de ligamentos y las piernas y las manos destrozadas. «Me costó un año pasar cerca de aquel sitio y dos ir a ver la curva donde se produjo el accidente. Todavía no sé cómo lo hice. Ni un tío que se dedique a la escalada podría».
«Mira a ver si tengo pierna»
Estuvo dos días en la UCI. Le pidió a los médicos que dejaran pasar a los compañeros que habían ido a verlo. «Mi primera pregunta a todo el que entraba era: '¿Por qué no está Franky aquí conmigo?' Me dijeron que se encontraba en la sala de al lado porque era mejor que no estuviésemos juntos. La segunda era: 'Mírame a ver si tengo la pierna'. Estaba convencido de que me la habían cortado». Perdió numerosas terminaciones nerviosas que ya no va a recuperar, pero que no le afectan para llevar una vida normal. «Me sirve como revulsivo -continúa-. Cuando me cabreo, me toco la pierna, digo 'p'alante' y me acuerdo de la segunda oportunidad que he tenido».
El agente tuvo un funeral de Estado al que asistieron numerosas autoridades y todos sus compañeros en la comisaría malagueña. / Sur
Los médicos preferían que no le contaran lo de Franky, pero a alguien se le escapó. Su compañero falleció en aquel barranco. Tenía 41 años. «No me lo quería creer. Me quedé paralizado, destrozado. Yo estaba allí. ¿Y él? ¿Por qué no? La lógica era o los dos, o ninguno. De ese accidente no se sobrevive. Lo normal es que los dos estuviésemos muertos. He oído más de mil veces eso de 'has vuelto a nacer'», cuenta Crescencio, que se derrumba al recordar a su compañero. Paradojas del destino, le salvó no llevar el cinturón. El coche, además de destrozado, se incendió. «He necesitado cuatro o cinco años para volver a ponérmelo. Ahora sí lo llevo. Sé que salva vidas».
El sospechoso se escapó. «Llegamos al Cerro del Águila y estábamos todos menos ellos», explica Julio Bujalance, que comenzó a llamarlos por el equipo de transmisiones. Crescencio era 'Berlín 4'. Franky, 'Berlín 6' (su indicativo no ha vuelto a ser utilizado). Ninguno de los dos contestaba. Al principio, pensaron que habían perdido la cobertura. «Cuando veo que no llegan, pregunto y me mandan a otro sitio», interviene ahora Moisés. «Después -continúa- me llaman y me dicen que ha habido un accidente y que vuelva, pero que no corra. Había pasado como una hora. Cuando llegué a aquella curva, vi la manta térmica y a Cres en la ambulancia. Empezó a gritar: ¡Llama a mi mujer y dile que estoy en el hospital!». Tres días después, un grupo de Fuengirola se hizo cargo del caso. Ocho supuestos miembros de la banda fueron detenidos, entre ellos el individuo que conducía el vehículo al que perseguían.
Mari Carmen avisó a su suegra a las siete de la mañana. «Yo siempre le decía que estaba en peligro, y él intentaba calmarme: 'Madre, tranquila que no me va a pasar nada'. Yo creía que a mi niño no le iba a ocurrir algo malo, hasta que me llamaron para contármelo», dice Isabel Fernández. Fran, como lo llamaban en la familia, era el segundo de sus diez hijos, el mayor de los varones. «No hemos podido volver a reunirnos. Ni en navidades, ni en un cumpleaños, ni en un bautizo... Desde que pasó aquello, todo es muy raro. Ninguno de nosotros somos los mismos», añade su hermana María, la mayor de los diez.
«La paz del grupo»
Tampoco el Grupo II de la Udyco, que quedó marcado para siempre tras aquel accidente. La rebeca azul de Franky no se ha movido desde entonces del perchero donde la dejó colgada, y sus fotos siguen presidiendo el despecho. «Era la paz dentro del equipo, una persona amable, íntegra y con una sonrisa permanente en la boca. El compañero, en la policía y en cualquier trabajo, debería ser como él», afirma Moisés, que habla de su amigo en presente. «Yo tuve la suerte de trabajar con él tres años -añade el entonces jefe del grupo, Julio Bujalance-; desprendía serenidad y sosiego, que no es desidia, porque era muy metódico y trabajador. Era, en definitiva, una buena persona, y esa bondad la trasladaba tanto a su trato con los detenidos como con los superiores».
La rebeca azul de Franky sigue colgada en la percha del despacho donde él la dejó
Fran era un referente en su familia, sobre todo para sus hermanos varones. «Se sentaba mucho con ellos para darles buenos consejos», recuerda Isabel Fernández. No tuvo una infancia fácil. Su mujer, que lo conocía desde la niñez -se criaron en la Cruz Verde-, recuerda sus orígenes «muy humildes», cuando iba a la escuela con unos pantalones atados con una cuerda y vivía con sus padres y sus nueve hermanos en una pequeña casa en la calle Refino. Pero era una persona inquieta. Aunque no tuviera ni cien pesetas para coger el autobús, se iba andando a diario a la biblioteca a leer o a estudiar. Fue autodidacta en casi todo y llegó a aprender cuatro idiomas. Sus pasiones eran la lectura -su mujer guarda en cajas unos 500 libros, que Franky había clasificado para cada etapa del aprendizaje de sus hijos- y la música clásica, que también intentó inculcar a los niños. «Los compañeros no se podían creer que con tanta precariedad de recursos tuviese esa cultura y hubiera llegado tan lejos», señala Mari Carmen, que, desde entonces, vive «en el recuerdo» de su marido. «Su familia es muy buena -agrega-; su madre es un ser humano maravilloso, como él. Fran era mi media naranja, un caballero en todo lo que hacía».
Tras hacer la mili en Rota, decidió probar suerte con las oposiciones. Primero lo intentó con las de bombero, pero le faltaba el carné de conducir, explica su madre. Ingresó en el Cuerpo con 28 años y ahí descubrió su verdadera vocación. «Amaba ser policía. Lo llevaba en la sangre. Yo le decía que se creía Rambo, que tuviese cuidado, y él me contestaba que cualquier día podían venir y decirme que le había ocurrido algo. Era como si me hubiera estado preparando», asegura la viuda de Franky. Su hermana María se lamenta: «Yo pensaba que se tomaba demasiado a pecho el trabajo».
Su primer destino fue Las Palmas, donde permaneció nueve años -lo distinguieron con la cruz al mérito policial con distintivo blanco- hasta que consiguió volver a Málaga para estar más cerca de su familia. Ahorró hasta que pudo comprar un piso. «No le valía en cualquier zona, quería que estuviese cerca de una biblioteca, que hubiese parques y jardines para los niños. A los seis meses de comprarlo, se mató», relata Mari Carmen. Sus hijos ahora tienen 13 y 17 y «van muy bien en los estudios», como hubiese querido su padre. Daniel, el mayor, quiere ser periodista deportivo. El pasado 19 de marzo, día del Padre, puso en su perfil de WhatsApp una de las fotos que tiene con el suyo. Empieza a hacer preguntas. Quiere saber cosas de él.
Un funeral de Estado
Franky tuvo un funeral de Estado al que asistieron numerosas autoridades. Crescencio no pudo ir; los médicos no lo dejaron. La madre y la viuda sí fueron a verlo a su casa durante la recuperación. Isabel quería que le hablara de su hijo. A él le ofrecieron jubilarse con el 200% del sueldo, pero rechazó la oferta. «Yo quería ser policía», sentencia. Volvió al cabo de ocho meses de dura rehabilitación. Ahora tiene 43 años y es subinspector desde 2010. Tras pasar por la Embajada española en Arabia Saudí, donde fue jefe de seguridad, ha vuelto a Málaga y trabaja como analista de riesgos.
De alguna manera, aquel Grupo II también murió con Franky. «Aquello fue un antes y un después», asevera Moisés, el único que continúa allí destinado. Cada uno tomó su rumbo, aunque no pasa un sólo día sin que vean el reflejo de su compañero en un gesto, una palabra o una anécdota del servicio. Julio Bujalance se quedó con su mochila técnica, que ahora es la que él usa en su día a día. A Moisés se le han quedado algunas de sus expresiones, «como por ejemplo cuando llegaba por la mañana y decía: 'Bueno, ¿hoy qué plan hay?'».
Pero quizá la frase que mejor lo define la pronunció en su primer día de trabajo en el grupo, que acababa de crearse. Él entró por la puerta del despacho y vio a todos sus compañeros muy serios. Acababan de conocerse. «Jackson, narcóticos», dijo tras tirar la placa sobre la mesa, «como en las películas». Ninguno de ellos pudo reprimir la carcajada. Y así es como quieren recordarlo. Con esa permanente sonrisa que Franky tenía dibujada en el rostro.