La fe une a un guardia civil y a un borroka
Un donostiarra próximo a Batasuna y un agente de Béjar se hacen amigos por su amor a Dios
01.04.12 - 02:03 -
DAVID S. OLABARRI | SAN SEBASTIÁN.
Los caminos del Señor son inescrutables. Dos feligreses de una pequeña iglesia evangélica de San Sebastián han conseguido derribar con su ejemplo muros de odio y desconfianza levantados por años de terrorismo. Un chaval que pasó gran parte de su juventud cruzando contenedores y preparando cócteles molotov es ahora uno de los mejores amigos de un guardia civil que ha pasado media vida en el cuartel de Intxaurrondo asistiendo a entierros de compañeros asesinados. Aunque parezca difícil de creer, es una historia real: la que protagonizan José Ramón Barbadillo y Juan Ramón Rodríguez, dos personas con vidas enfrentadas que consiguieron dejar a un lado sus diferencias gracias a su amor por Dios.
El relato comienza en plena década de los 70. Joserra, nacido en San Sebastián en el seno de una familia de escasos recursos, era un joven «problemático» que pasó parte de su adolescencia internado en un reformatorio. En el centro conoció a un simpatizante de la izquierda abertzale que trabajaba como monitor y que le fue «inculcando ideas revolucionarias». No tardó en meterse «de lleno» en el mundo de la kale borroka. «Empecé yendo a todas las manifestaciones. Sobre todo me gustaban las que montábamos lío. Era tan activo que me llamaban 'el barricadas' por lo bien que construía las defensas contra la Policía», explica en una conversación con este periódico.
Le arrestaron varias veces, aunque siempre por delitos menores, y no tardaba en «volver a las andadas». Poco a poco, fue involucrándose más en las actividades de su grupo de amigos hasta el punto de que hizo cosas de las que hoy se siente «avergonzado»: por ejemplo, preparar decenas de cócteles molotov para «reventar actos» de simpatizantes de extrema derecha y «no evitar» el linchamiento a un agente infiltrado de la Policía que los radicales descubrieron en una manifestación.
No tardaron en invitarle a dar el paso de integrarse en un «comando satélite» de ETA que, en principio, se dedicaba a atentar contra torretas de electricidad. Antes de que diese una respuesta, el grupo se disolvió y sus miembros huyeron cuando detuvieron a uno de sus integrantes.
Aquella experiencia supuso un punto de inflexión para él. Con unos 25 años, en plena década de los 80, empezó a «dudar» y a «separarse» poco a poco de los sabotajes, aunque seguía acudiendo a las manifestaciones con sus amigos y a los actos públicos que convocaba la izquierda abertzale. Lo hizo porque no sentía el suficiente apoyo por parte de los dirigentes de la antigua Batasuna. «Mientras algunos estábamos en primera línea jugándonos el tipo, los líderes políticos se atrevían a dar lecciones y vivían tan tranquilos», asegura.
Fue en ese momento vital, en el que empezaba a cuestionarse lo que había hecho hasta entonces, cuando un conocido le habló por primera vez de la iglesia evangélica de Amara. Al principio se mostraba reticente, pero un día conoció al pastor del centro protestante que le invitó a participar en una celebración religiosa. Aceptó a regañadientes. Eso sí, acudió con el «Egin bajo el brazo».
Con el paso del tiempo, Joserra empezó a acudir con más asiduidad a la iglesia, al mismo tiempo que se separaba definitivamente de la violencia. Sabía que uno de los feligreses que asistían todos los domingos era un miembro de la Guardia Civil, que llevaba ya varios años integrado en la comunidad. Al principio, se ignoraban. Pero, al cabo de unas cuantas excursiones al campo organizadas por la iglesia, empezaron a conocerse mejor y, con el tiempo, empezaron a hacerse buenos amigos. «Dios me enseñó a ver a las personas como personas. Aprendí a ver en los policías algo más que un uniforme», explica Joserra.
Años de plomo
Juan Ramón Rodríguez representa el polo opuesto de la historia. Nació en Béjar, Salamanca, hace 57 años. Nieto de guardia civil, con apenas 20 años se enroló en la Benemérita «como podría haber sido cualquier otra cosa». Tras un breve paso por Madrid, decidió solicitar el traslado al País Vasco «sin saber muy bien dónde iba» porque quería hacer méritos para poder ser destinado en Salamanca.
Llegó a San Sebastián en 1981, sin hacer mucho caso a las advertencias de familiares y amigos, que le decían que se iba «a la guerra». En principio, planeaba cumplir los 30 meses reglamentarios en el cuartel de Intxaurrondo para poder regresar después con los suyos. Pero, al final, se quedó 25 años, enamorado por la «nobleza» y la «belleza» de una tierra en la que ha criado a sus dos hijos.
Eran los años de plomo. Juan Ramón tuvo que asistir a «incontables entierros» en los que no podía evitar sentimientos de «rabia» y «tristeza». Recuerda con especial dolor el asesinato de su amigo Alfonso Morcillo, el sargento de la Policía Municipal de San Sebastián al que ETA arrebató la vida de un disparo en la cabeza en 1995. «Pensaba en lo deteriorado que estaba el corazón del ser humano. Creo que si no hubiese sido por Dios habría reaccionado con odio y buscando venganza, como lo hicieron otros. Yo cumplía con mi obligación, pero sobre todo trataba de ser un buen cristiano», asegura.
De profundas convicciones religiosas, Juan Ramón empezó a buscar evangélicos con los que poder entablar relaciones al poco de llegar a San Sebastián. En aquella época, la amenaza de la banda terrorista convertía en poco común que un guardia civil buscase círculos de amistad más allá de los muros de la casa cuartel, donde existía además una gran rotación de agentes. En la propia iglesia le pedían que tuviese mucho cuidado y que tratase de cambiar sus itinerarios cuando acudía los domingos al centro de Amara. «Tomaba mis precauciones. Pero no estaba todo el día pensando en que podía pasarme algo. Además, aunque a veces tenía miedo, pensaba que no me iba a pasar nada que el Señor no quisiera», reconoce.
Fue en ese punto, a finales de la década de los 80, cuando Juan Ramón y Joserra se conocieron. «Al principio, yo no sabía nada de su pasado. Cuando lo supe, me acerqué a él con la curiosidad de conocer a alguien que había estado involucrado en movimientos violentos, pero claro que no podría ser amigo de alguien que jalease los asesinatos. Todas las personas tienen derecho a rehacer su vida. Y Joserra lo consiguió gracias a Dios», apunta el miembro del Instituto Armado.
Su amistad se fue forjando a base de cafés y de compartir actividades de la iglesia. Los dos coinciden en que su relación ha estado marcada siempre por el «respeto» y recalcan que su pasado y su ideología -Joserra sigue siendo «independentista y antimonárquico»- «jamás» se ha interpuesto entre ellos. De hecho, era un tema que tocan muy poco en sus conversaciones. «Alguna vez, Joserra bromeaba diciéndome 'yo que siempre he odiado a la Policía y ahora soy amigo tuyo'. A veces, además de contarme algún chiste sobre la Guardia Civil, también me soltaba algún 'gora Euskadi'. Yo le respondía 'viva el jamón de Guijuelo', que está al lado de mi pueblo», comenta.
«Me llamaban de todo»
Con el tiempo, Juan Ramón invitó a cenar varias veces a su amigo en su domicilio de Intxaurrondo. Joserra recuerda la cara que les pusieron unos agentes cuando le vieron en el bar de Intxaurrondo. «Me tenían fichado y algunos preguntaban enfadados qué hacía conmigo. También es verdad que cuando yo confesé a gente cercana que uno de mis mejores amigos era un guardia civil empezaron a llamarme de todo y tuve bastantes problemas», explica.
Juan Ramón volvió a Béjar hace un par de años por motivos personales, pero insiste en que la distancia no romperá sus más de 20 años de amistad. Joserra, por su parte, dedica ahora la mayor parte de su tiempo a cuidar de su mujer y de su suegra, que está «muy mayor».