El Rey que se asó.
En la muy peculiar corte de los Austria el poner diariamente la mesa de su Majestad, era tarea más complicada que hacerlo para cien comensales en nuestros días. Solamente para que el rey pudiera tomarse un traguito de vino, el ujier de sala llamaba al gentilhombre de boca al que correspondiese el turno de copero, y ambos en comitiva, seguidos de la guardia, se dirigían a la bodega. Allí el sumiller de bodega daba al copero en una mano la copa de su majestad y en la otra la de la salva (cata que alguien tenía que probar previamente para asegurarse que el vino no estaba envenado); el sumiller cogía un jarro y una salvilla, donde colocar la copa de su majestad, y el ayudante de sumiller los frascos de vino y agua. Volvía el ujier seguido del copero, este del sumiller, este del ayudante, y detrás de todos ellos la guardia, al salón donde en un aparador se colocaba todo esta cacharrería, permaneciendo tapada la copa del rey. El copero se mantenía atento, mirando siempre a su majestad, para servirle la copa a la menor se?a. Cuando esto ocurría se dirigía aparador, donde el sumiller descubría la real copa y la llenaba a la vez que la de salva; le daba la de salva al médico de semana que se la pasaba al copero; el copero volvía a cubrir la del Rey y llevaba ambas a su Majestad, precediéndole en comitiva los maceros y el ujier; este último descubría la del Rey con la mano izquierda, la tomaba luego con la derecha, a la vez que cogía con la izquierda la de salva, bebía de ella mientras daba al Rey la suya; luego hincaba una rodilla en el suelo, y mantenía debajo de la real papada la copa de salva mientras el Rey bebía, para que no se mojase el regio vestido si caían gotas.
Siendo el funcionamiento de la corte tan lioso, nada tiene de extra?o lo que se cuenta que le pasó a Felipe III el primer viernes de Cuaresma del a?o 1621. Estaba despachando el Rey y teniendo al lado un brasero muy fuerte que le molestaba, llamó al asistente de la Real Cámara, marqués de Povar, para que lo retirasen un poco. Ahora bien, como entre las dignidades del marqués de Povar no se encontraba la de poder mover un brasero real, salió y comunicó al duque de Alba, gentil-hombre de guardia, que sería conveniente retirar el brasero que molestaba a su Majestad.
-Vea vuesa excelencia -respondió el de Alba- que el único que puede hacerlo es el duque de Uceda que es el sumiller de corps.
-Pues apurémonos en avisarle, vuesa excelencia, pues su Majestad se está socarrando.
Se buscó al de Uceda, pero este no se hallaba en palacio. No sabemos donde estaba, pero si la cosa hubiese ocurrido en nuestro siglo, sin lugar a dudas la respuesta que hubiesen recibido los gentilhombres hubiera sido:
-Pues no está; ha bajado a desayunar ?quieren que le deje algún recado?
Pero no ocurrió así, porque en aquellos tiempos no existían aun las oficinas y por tanto no se desayunaba a las diez, y a las doce, y a la una de la ma?ana. La cuestión es que mientras fueron, enviaron unos propios a buscarle, estos lo hallaron, se presentó y apartó el brasero un par de metros, acabó el rey de asarse bien asado, de tal modo que fue atacado por una fiebre violenta que devino erisipela, a causa de la cual falleció el día 26 de Febrero de aquel a?o del se?or de 1621. Nos quedábamos sin rey, pero la dignidad y las atribuciones de todos los habitantes de palacio, empezando por el mismo rey, no sufrían menoscabo.
Este relato se atribuye al embajador francés Bassompierre, y lo niegan vehementemente los historiadores hispanos calificándolo de leyenda perge?ada por el gabacho, con el único fin de ridiculizar el protocolo de la corte espa?ola, movido sin duda por la tradicional envidia que nos tienen.
Ahora bien, después de asistir a la parafernalia que se organizaba para que el Rey tomase un sorbo de vino ?resulta tan disparatada esta versión de la muerte de Felipe III?