Disparos de escopeta para acabar con los gatos de Valdemorillo a plena luz del día
Vecinos de un pueblo de Madrid intentan descubrir quién anda detrás de las muertes a sangre fría de los animales. Estudios de criminología alertan de que muchos criminales comienzan su carrera delictiva así
Berta Ferrero
Madrid - 13 abr 2021 - 5:10 CEST
Entre los escasos 100 metros que separan un colegio de una guardería en el casco urbano de Valdemorillo, en Madrid, se han producido a lo largo del año varias muertes violentas de gatos. Los hechos preocupan a los vecinos por haberse producido a plena luz del día, por lo general con una escopeta de perdigones, con el peligro que supone para los niños, y también por el riesgo que supone que haya un individuo por los alrededores que se dedique a matar animales con ciertas dosis de sadismo. Algunos de ellos se han organizado para tratar de descubrir quién es el autor de estas matanzas.
Valdemorillo es un municipio de unos 12.700 habitantes al oeste de Madrid poblado por numerosas urbanizaciones que han ido creciendo en torno al casco urbano, donde viven alrededor de 2.000 personas. Viviendas adosadas construidas hace unos 30 años serpentean entre las callejuelas que separan la guardería y el colegio. A mediodía, un autobús escolar se encuentra aparcado a escasos metros de donde apareció hace unas semanas la última gata atacada, que recibió un disparo a corta distancia en el que el proyectil le hizo un agujero a la altura del esternón con orificio de entrada y de salida. La gata herida huyó y se refugió en la puerta de la casa de Olga Mormeneo, miembro de la Protectora Felina de Valdemorillo. Esa misma semana, otra gata había muerto apedreada mientras amamantaba a sus crías recién nacidas, que tampoco sobrevivieron. Todos ellos se sumaron a los ocho gatos que habían sido atacados en las últimas semanas, generalmente a perdigonazos, sin contar a las colonias que han sido masivamente envenenadas.
“Todo es excesivamente cruel”, dice Mormeneo. “Detrás de estos actos hay un plus de violencia, de disfrute sádico con el maltrato”.
Por tratarse de un entorno rural, no es la primera vez ni será la última que se matan camadas nada más nacer o se deshacen de animales cuando dejan de cumplir una función determinada. Esas conductas tienen que ver más con la educación, la cultura y la escasa sensibilización de algunos sectores de la población, que relacionan la preocupación por el maltrato animal con algo propio de urbanitas. A eso se le denomina la cultura de la “cosificación”, según explica Silvia Carretero, psicóloga y profesora de psicobiología en la Universidad CEU San Pablo de Madrid, experta en el estudio del cerebro humano.
Pero en casos como el de Valdemorillo hay una diferencia que está en el disfrute de la violencia por la violencia, algo que resulta más preocupante de lo que parece. “No conozco a la persona que hace esto, pero sí sé que hay alguien con una escopeta apuntando a animales desde su casa, que disfruta con lo que hace y que puede estar apuntando a personas, aunque sin apretar el gatillo. Es peligroso, no sé si es alguien con un trastorno de personalidad antisocial o es una persona con algún grado de psicopatía, aunque no todos los psicópatas son criminales ni todos los criminales son psicópatas”.
Valdemorillo es un pueblo con tradición taurina y cinegética. Regido por una coalición de PP y Ciudadanos, con el apoyo de Vox, el popular Santiago Villena lidera un Gobierno municipal que invierte una partida importante de su presupuesto (400.000 euros) en festejos taurinos y deja partidas pequeñas (15.000 euros) para repartir entre las tres protectoras de animales, además de otros 15.000 para el refugio de recogida de animales. Una de las actividades más florecientes es la explotación de granjas cinegéticas, donde han introducido hasta faisanes. Allí los crían, los alimentan y los sueltan en época de caza. En ese entorno, la muerte de unos gatos no resulta especialmente relevante, aunque se produzcan a plena luz del día y a sangre fría. El Ayuntamiento se ha limitado a ponerlo en manos de las autoridades y el propio concejal de Medio Ambiente, Carlos Pérez, se resiste a pensar que “detrás de esto haya algo más que gamberrismo de alguien que no tiene la madurez intelectual suficiente”.
Así que la búsqueda del extraño vecino se ha convertido en una actividad casi detectivesca para varios vecinos de la localidad. Quieren saber quién lo hace y, sobre todo, qué hay detrás de una personalidad tan agresiva. “Esto es un pueblo, nos conocemos”, explica Mormeneo, una de las vecinas que andan en la investigación, quien añade que el Seprona les ha dicho que no puede hacer nada hasta que no haya una denuncia en firme. De hecho, les han respondido que, solo con las pruebas de los perdigonazos, no pueden hacer mucho más, ni personarse para preguntar.
En su casa, sentada junto al presidente de la Protectora Felina de Valdemorillo, Carlos Rivas, y junto a Carretero, la psicóloga, los tres apuntan a un joven que fanfarroneó en público cuando vio que Telemadrid contaba el caso de Baby, la gata atravesada por una bala.
De lo que ocurre en Valdemorillo hay antecedentes en otros lugares. Algunos tan lejanos como Canadá, que llegaron a inspirar un documental de tres capítulos (A los gatos, ni tocarlos. Un asesino en Internet), que actualmente se emite en Netflix. La mini serie cuenta la historia real de unos ciudadanos que se organizan para investigar quién podría estar detrás de unos vídeos divulgados por YouTube donde una persona grababa, entre otras atrocidades con pequeños animales, cómo asfixiaba a unos cachorros de gato metiéndoles en una bolsa y quitándoles el aire con una aspiradora. La policía no quiso hacer caso de las investigaciones de estos particulares hasta que tiempo después detuvieron a un joven llamado Luka Rocco Magnotta, que grabó en 2012 cómo ataba a su víctima a la cama y después la apuñalaba para luego colgar orgulloso el vídeo en Internet. No fue su único crimen. Magnotta era el joven al que investigaban los ciudadanos anónimos.
Algo parecido se han planteado hacer los vecinos de Valdemorillo, pero a pequeña escala. Mientras que en el documental varias personas que no se conocían de nada se ponen en contacto a través de Internet para conseguir desenredar la madeja gracias a las imágenes que el asesino colgaba en Youtube, en el municipio madrileño han empezado a acotar la zona en la que se han producido la mayoría de agresiones y han extendido la preocupación a través del boca a boca.
Hace un año, el concejal de seguridad, Miguel Partida, avisó a la población de que estaba prohibido usar armas dentro del casco urbano, pero no sirvió de mucho. Pérez, el de Medio Ambiente, admite que es “inaceptable”, aunque admite que debe trabajar “en medio de un equilibrio de fuerzas” para tener contentos tanto a amantes de los animales como a los que no lo son, así que Mormeneo, Rivas, Carretero y muchos otros animalistas de la protectora felina se pusieron con su investigación particular. Buscaron, en primer lugar, a alguien con licencia de armas -”aunque se puede conseguir por Amazon”, admiten-, que viva entre los 100 metros que separan la guardería y el colegio y que se caracterice no solo por su desprecio hacia los animales, sino también por tener problemas con otras personas. “Podría haber una desgracia si, por ejemplo, un día tiene un conflicto con un vecino por el aparcamiento”, avisa la psicóloga.
En esa idea incide Raquel Cerezo Martínez, coordinadora del Grupo de Trabajo sobre Maltrato Animal del Colegio Profesional de la Criminología de Madrid: “Desde mediados del siglo pasado, expertos de la antropología, biología, sociología, psicología y otras ramas del saber relacionadas con el comportamiento humano se han dedicado a evidenciar la relación de la violencia hacia los animales con la violencia interpersonal”.
El cerco en Valdemorillo se empezó a estrechar hace más de una semana. Un día, un joven “bastante problemático” alardeó en un centro cultural sobre los hechos gracias a que Baby salió en televisión. “Eso lo hice yo”, se rio, orgulloso. Algunos se lo recriminaron, según contó después uno de los presentes, pero ninguno se atreve a denunciarle. Los animalistas, que sí quieren llegar hasta el final, creen que los testigos temen que si le señalan ante las autoridades les pueda perjudicar y, algo peor, recibir algún perdigonazo. Pero están convencidos de que ya tienen un sospechoso claro: vive cerca, tiene escopeta y escasos escrúpulos.
“En cuanto ocurre una vez, ya debería sonar la alarma, aunque cuando se trata de animales por desgracia no suele ser así”, lamenta la criminóloga, que explica que “lo más común es que la persona que comete estos actos busca un medio por el que descargar frustraciones, rabia y acontecimientos que inciden de manera negativa en su vida”. Para explicar por qué hay que estar alerta ante estos comportamientos, Cerezo parafrasea al conocido criminólogo Robert Ressler, uno de los fundadores de la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI: “Los asesinos son a menudo niños que no han aprendido que está mal sacarle los ojos a un cachorro”.